Guillermo O'donnel
Cuando existe adecuadamente un régimen democrático, la legalidad del Estado se extiende parejamente sobre el conjunto del territorio y de la población. Esta es una premisa básica del Estado de derecho; desgraciadamente, esto no es cierto en no pocos países, la Argentina incluida.
Estos países están -estamos- marcados, a veces, por vastas zonas en las que la legalidad estatal no impera o lo hace de manera tenue e intermitente. En ellas impera otra ley: la de mafias que controlan el territorio, comercian delictivamente, cobran sus "impuestos" y aplican liberalmente la pena de muerte. Allí habitan numerosas personas que viven e intentan organizarse dignamente; pero a las penurias de su extrema pobreza deben sumar las incertidumbres que causan las mafias que allí mandan. Esto no ocurre sólo en las zonas alejadas de los grandes centros urbanos; también ocurre en ellos y en nuestro país, en vertiginosa aceleración.
Lo dicho no implica que el Estado haya desaparecido por completo. Algunos funcionarios intervienen correctamente, pero otros (¿cuántos?) lo hacen de manera que implica una perversa privatización del Estado al que se supone sirven: usan los poderes que les da su condición de funcionarios para hacerse parte integral (y en algunos casos como el tráfico de drogas, parte indispensable) de los circuitos mafiosos.
Calidad de la democracia
Esto, por supuesto, implica un grave deteriorio de la calidad de la democracia. Es, también, una gravísima abdicación, por acciones y por numerosas omisiones, de aspectos centrales de un Estado que alberga un régimen democrático: su responsabilidad como realizador y garante de un orden legal parejo y socialmente equitativo.
No discuto aquí las causas de esto; sabemos que son tan numerosas como complejas. Pero me importa recalcar que si, por un lado, esas causas espejan duras y persistentes situaciones de tremenda inequidad social, ellas son, a su vez, agravadas por la abdicación del Estado. Así se acumulan hogueras de desesperación y rabia, que pueden ser movilizadas tanto para legítimos reclamos como para cínicas y peligrosas manipulaciones.
Como muestran los trágicos episodios de Villa Soldati, la violencia queda a un paso cuando esto se cruza con los temores y prejuicios de los que están "afuera" y quieren seguir estándolo. Y la violencia se desencadena sin control cuando el Estado acentúa su abdicación al sumarle su abismal ausencia de los hechos.
El clima general que se crea de esta desgraciada conjunción pone en cuestión no ya sólo a la democracia y al Estado, sino también a parámetros básicos de la convivencia social. Nada sería peor que quedar encerrados entre demandas de "mano dura" y una anomia que reniega de toda legalidad.
Seguridad
Lo de Villa Soldati merece, por supuesto, atención por sí mismo. Pero las hogueras que la desencadenaron arden en muchas partes, urbanas y rurales. Esto plantea la pregunta de qué es eso del meneado tema de la seguridad. No se trata de ofrecer recetas, que no tengo ni creo que existan; pero si lo que digo aquí tiene sentido, creo que queda claro que no habrá soluciones sin serios y consistentes esfuerzos colectivos.
Con esto me refiero a la articulación de todos los Estados (nacional, provincial y municipal) con sectores políticos y sociales que concurran en lo que no es sólo un propósito de orden, sino en lo es, en el fondo, un propósito más englobante de democratización de nuestro país.
Sólo querer aventar el crimen, la inseguridad y males parecidos no alcanzará; tampoco lo hará buscar un actor iluminado que promete resolver todo: hay que entender que esto sólo puede ser logrado implantando un verdadero Estado democrático de derecho, que sancione y garantice relaciones sociales parejas y equitativas; igualdad civil y equidad social: decirse democrático es querer nada menos que esto. De hecho, las próximas elecciones nacionales abren una gran ventana y un tremendo desafío para que las fuerzas democráticas coordinen, concuerden y promuevan, generosa e inteligentemente, las complejas y sostenidas medidas que habrá que promover.
Debemos reconocer que hoy estamos lejos de esto; hace falta tiempo y muchos esfuerzos coordinados. Pero los recientes episodios (no sólo el de Villa Soldati) tal vez sirvan para convencernos de que esta es la manera vivir en un país que a todos nos parezca vivible.
El autor es profesor en la Universidad de Notre Dame y Ciedal, Universidad Nacional de San Martín
La Nación, 12-12-10