Por Gabriel Conte
Al final del camino, la incredulidad que genera el organismo no permite conocer cuántos son los argentinos que peor están pasando este momento.
El gobierno fija, periódicamente, un valor estimativo para la canasta básica de alimentos y otro para la canasta básica total, que incluye otros aspectos que hacen a la vida cotidiana, más allá de la comida.
Con ese dato, podemos saber desde qué nivel de ingresos un pobre deja de ser indigente y un escalón más arriba, con cuánta plata se sale de la pobreza.
Claro, todavía no decimos quién dice cuánto vale cada cosa que va adentro de esa canasta: el Indec.
A partir de aquí –y desde que el primer militante de este gobierno maneja el área “a la carta”- sobreviene la duda en torno de la veracidad de estos datos.
Una aclaración necesaria es que la conformación de las canastas obedece a una construcción científica, sin posibilidades de que el diablo meta la cola.
Para lograr la conformación estimativa de qué es lo que come un argentino promedio se recurre a una tabla que equilibra una serie de elementos que no pueden ser alterados por decreto.
Por ejemplo, la canasta básica mensual de alimentos de una persona adulta que es considerada por el gobierno como parámetro, está compuesta por un poco más de 6 kilogramos de pan, un poco menos de medio kilo de galletas saladas, 3 cuartos de galletas dulces, un kilo de harina, 1 kilo 300 de fideos, 7 kilos de papas, 1 kilo y medio de azúcar, casi 700 gramos de camote, un cuarto kilo de dulce de algún tipo (leche, batata o mermelada), un cuarto de legumbres (porotos, lentejas o arvejas), casi 4 kilos de hortalizas, un poco más de 4 kilos de frutas, 8 kilos de leche, más de medio kilo de huevos, aceite, gaseosas, sal fina y gruesa, vinagre, café, té y más de medio kilo de yerba.
El daño y el engaño
Sin embargo, es la manipulación de los precios de cada uno de esos productos lo que genera un efecto dominó sobre las políticas públicas del país.
¿Tanto así? Sí. Porque si el cálculo de la canasta aparece como bien conformada, pero mucho más barata de lo que en realidad le cuesta a cualquier argentino a la vuelta de su casa, una consecuencia obvia es que los registros oficiales de la pobreza demostrarán –como de hecho ocurre- una disminución.
El gobierno calcula, cree y quiere hacer creer que los pobres son menos de los que son. Por lo tanto, vivimos en medio de un gran engaño.
El abismo que hay entre las estadísticas oficiales de disminución de la pobreza y lo que uno ve en la calle tiene fundamento: no estamos locos ni nos hemos vuelto todos unos incurables incrédulos, sino que la pobreza y la indigencia están allí. Tal vez en menor escala, comparando la situación con, por ejemplo, el año 2001. Pero siguen allí. Y hay más que los que el gobierno dice que hay.
Esta falta de criterio del gobierno nacional al manipular cifras de precios de alimentos en una institución que, antes de Moreno, gozaba de prestigio internacional, genera un efecto paradojal, ya que, lejos de convencernos de que todo está mejor, ocurre “la gran Pastorcito Mentiroso”, minando de cuajo con su credibilidad.
Argentinos, ¡a las cifras!
Hay muchas cifras disponibles en el portal oficial del Indec, pero no todas están lo suficientemente actualizadas.
En lo que respecta a los valores de la canasta básica de alimentos que tomamos como ejemplo, hay que decir que lo disponible es tan sólo un botón de una gran prenda. Pero para muestra, sirven.
En enero de 2007 para no adscribirse a la lista de indigentes un argentino adulto debía consumir alimentos por 137, 62 pesos. Una familia –entendida como un núcleo de 3 adultos Indec, o dos adultos y dos niños normales- necesitaba para no ser un excluido de la sociedad comprar alimentos por la suma de 412,92 pesos. Sólo en alimentos, sin contar vivienda, escuela, esparcimiento, transporte, etc.
Los cálculos más optimistas de inflación real entre 2007 y 2008 hablan de un 25% de crecimiento de los precios. Sin embargo, para el gobierno, en enero de 2008 esa misma canasta sólo se había incrementado a 144,21 pesos, con el increíble dato alentador de que en Julio, mes del conflicto entre campo y gobierno que hicieron subir los precios y escasear los principales productos, la cifra ¡cayó! A 143,43, siguiendo en caída libre hasta Agosto en que se valoró en 142,04 pesos por persona adulta. Es decir, que un año después del primer cálculo, para que una familia no fuera considerada indigente debía comprar comida por 432,63 pesos, centavos más o menos, 20 pesos inferior a la un año antes.
Ya en noviembre de 2008 no era una familia menesterosa la que accediera a comprar 430,77 pesos de comida.
Y más aun: para no ser pobre (recordemos: un escalón más arriba de la indigencia), cada adulto debía invertir en este menester vital en noviembre 316,69 pesos, lo que representa unos 950 pesos por grupo familiar tipo.
Y entonces, ¿cuántos pobres hay?
Para saber cuánta es la cantidad de gente pobre e indigente, no sirven los datos que difunde el gobierno.
Pero cualquier gobierno, ya sea aquí en cualquier municipio o en la China, necesita saber a quién destina sus acciones, para poder redistribuir, igualar y desarrollar, algo a lo que se le llama (también en todo el mundo y bajo cualquier régimen, gobernar).
El área oficial del gobierno de la que puede requerirse la información sobre pobreza nos informa que en el país hay un 17,8 por ciento de la población bajo la línea de pobreza y un 5,1 por ciento, bajo la línea de la indigencia (establecidos, ambos límites, por los ingresos que contamos más arriba).
Pero claro, el cálculo está hecho sobre la base distorsionada de cuánto vale un kilo de papas o una bolsa de pan.
Parece increíble (y lo es, por cierto) pero para poder establecer políticas públicas el Estado argentino se autoengañó. Si éste es el diagnóstico que se hace, la programación de las inversiones sociales del Estado serán equivocadas. Y la fábrica de pobres será la última en cerrarse.
www.politicaydesarrollo.com.ar, 31-Dec-2008