Y SU AUDAZ Y SOLITARIA DENUNCIA CONTRA EL NAZISMO
Pablo Yurman
Profesor, director
del CEHCA
Infobae, 6 de
Marzo de 2022
En 1937, la única
voz de peso que se alzó para condenar esa ideología supremacista fue la del
Papa, a través de una encíclica introducida clandestinamente en Alemania para
ser leída el Domingo de Ramos en todas las iglesias
Pío XI firmó una
Encíclica que, apartándose de la costumbre de utilizar el latín en su versión
original, fue redactada en alemán y cuyo título es Mit Brennender Sorge (Con
ardiente preocupación), fechada en el Vaticano el 14 de marzo de 1937.
El documento, hoy traducido a todos los idiomas, fue introducido en Alemania
por vía diplomática y a escondidas de la omnipresente Gestapo (la policía
secreta del régimen) leída en todos los templos católicos el Domingo de Ramos
de aquel año.
Por su dura
condena a los fundamentos del régimen nazi y a la violación de las cláusulas
del Concordato firmado entre la Santa Sede y el Reich alemán en 1933, derivó en
la inmediata detención de centenares de católicos, sacerdotes, religiosos y
simples laicos de esa nación. Al día siguiente de su lectura en toda Alemania
mereció una editorial de diarios oficiales hasta que Joseph Goebbels, Ministro
de Propaganda, juzgó más conveniente el silencio absoluto a la confrontación.
Conviene tener
presente que el nazismo había llegado al poder en 1933 y no obstante su sesgo
autoritario demostrado a poco de andar, por ejemplo, su paulatina consolidación
como régimen de partido político único proscribiendo a otras fuerzas, o la
detención de disidentes internos al régimen y su internación en campos de
concentración, hechos que levantaban protestas fuera de Alemania, lo más
grave vendría al sancionarse un paquete de leyes conocido como “Leyes de
Nuremberg” que llevaban al plano legal los fundamentos de la ideología que
desde tiempo atrás nutría lo medular el nazismo.
Esa normativa de
raigambre racista y eugenesista, dada a conocer en septiembre de 1935 en los
medios de prensa y debidamente publicadas en el Boletín Oficial del Reich, que
serían el preámbulo teórico al exterminio masivo de personas pertenecientes a
razas que los ideólogos consideraran inferiores a la germánica, pese a que hoy
nos resulte inconcebible, no mereció mayores reparos por países considerados
como adalides de las libertades occidentales. En concreto, ni la Corona
británica, ni la Francia heredera de Voltaire, ni los EEUU de Roosevelt
objetaron la legislación alemana de la época que analizamos. Tampoco
protestaron las autoridades suizas, que para mayor escándalo luego fueron
cómplices silenciosas de la maquinaria de guerra y de extermino desplegada por
los nazis en toda Europa con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial (el
informe “Bergier” encargado por el parlamento helvético hace algunos años así
lo concluyó de modo lapidario).
En ese mundo que
miraba hacia un costado, la única institución de peso a nivel internacional que
alzó su voz atacando lo que consideraba como errores conceptuales evidentes,
pero cuya lógica acabaría como tristemente aconteció años después, fue la
Iglesia católica.
Acotemos que pese
a que fue el papa Pío XI quien suscribió el documento condenatorio, su mentor y
en buena medida redactor fue el por entonces Secretario de Estado del Vaticano,
Eugenio Pacelli, quien sería proclamado Pontífice adoptando el nombre de Pío
XII en 1939. Su rol fue fundamental para comprender el contenido de la Mit
Brennender Sorge, ello en virtud de haberse desempeñado Pacelli como nuncio
apostólico en Alemania en los años que fueron testigos del acceso de Hitler al
poder.
En 1933 Alemania y
la Santa Sede firmaron un Concordato que fijaba derechos y obligaciones para
ambas partes. La Iglesia católica necesitaba que el estado alemán (no olvidemos
que era la tierra de Lutero y de la reforma protestante) reconociera
jurídicamente a muchas asociaciones católicas que eran hasta entonces
simplemente toleradas. Pero a poco de la firma, Pacelli empieza a recibir
informes reservados de obispos alemanes que daban cuenta de una cada vez más
creciente persecución oficial a distintos estamentos de la Iglesia en Alemania,
fundamentalmente en materia educativa. Uno de esos valientes obispos que se
enfrentaron al régimen fue el arzobispo de Münster, Clemens von Galen, apodado
por su valentía como “el león de Münster”.
Por tanto, la
Encíclica de 1937, aprovechando las circunstancias marcadas por la práctica
violación por el estado alemán de las obligaciones asumidas años antes,
denuncia tales avasallamientos pero además señala como erróneos y contrarios a
la Fe cristiana, muchos de los fundamentos filosóficos del régimen, hasta
entonces incuestionados.
Por ello decía el
Papa, en el punto 24 del documento: “En vuestras regiones se alzan voces, en
coro cada vez más fuerte, que incitan a salir de la Iglesia; y entre los
voceadores hay algunos que, por su posición oficial, intentan producir la
impresión de que tal alejamiento de la Iglesia es testimonio convincente y
meritorio de su fidelidad al actual régimen. Con presiones, ocultas y manifiestas,
con intimidaciones, con perspectivas de ventajas económicas, profesionales o
cívicas, la adhesión de los católicos a su fe se halla sometida a una violencia
tan ilegal como inhumana.”
Algo que el
nacionalsocialismo venía auspiciando, en un país proclive a los cismas desde el
siglo XVI, eran una virtual iglesia de los cristianos alemanes, es decir, la
vieja tentación de una iglesia nacional que rompiera con el Papado y resultara
funcional al régimen político local de turno. Por eso en el documento se lee
que “si personas, que ni siquiera están unidas por la fe de Cristo, los atraen
con la seductora imagen de una iglesia nacional alemana, sepan que esto no es
otra cosa que … una apostasía manifiesta del mandato de Cristo de evangelizar a
todo el mundo” (punto 25).
Pero además señala
Pío XI la adulteración propiciada por el nazismo del cristianismo en sus mismas
esencias cuando alude a “quien, con una confusión panteísta, identifica a Dios
con el universo, materializando a Dios en el mundo o deificando al mundo en
Dios, no pertenece a los verdaderos creyentes. Ni tampoco lo es quien,
siguiendo una pretendida concepción precristiana del antiguo germanismo, pone
en lugar del Dios personal el hado sombrío e impersonal, negando la sabiduría
divina y su providencia… Ese hombre no puede pretender ser contado entre los
verdaderos creyentes” (puntos 10 y 11). Esto era una estocada a toda la
parafernalia de simbología esotérica que acompañaba al nazismo desde sus
orígenes.
También se critica
duramente a las ya formadas Juventudes Hitlerianas y en párrafo dirigido a los
jóvenes expresa “Sabemos que muchos de ustedes tienen que soportar trances
duros de desprecio, de sospechas, de vituperios, acusados de antipatriotismo,
perjudicados en su vida profesional y social” (punto 41).
De toda la
Encíclica condenatoria del nazismo resulta particularmente premonitoria la
parte que expresa “si la raza o el pueblo, si el Estado o una forma determinada
del mismo, si los representantes del poder estatal tienen en el orden natural
un puesto esencial y digno de respeto, con todo, quien los arranca de esta
escala de valores terrenales elevándolos a suprema norma de todo, aún de los
valores religiosos y, divinizándolos con culto idolátrico, pervierte y
falsifica el orden creado por Dios, está lejos de la verdadera fe” (punto12).
Frente a la
corriente de la época que reducía el derecho a las leyes dictadas por la
autoridad, Pío XI rescata la existencia de un derecho natural que no se reduce
a las normas dictadas y que, aún comprendiéndolas, las trasciende. Al efecto, y
respecto de las Leyes de Nuremberg afirma en el punto 35 que “las leyes humanas
que están en oposición insoluble con el derecho natural, adolecen de un vicio
original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la
fuerza externa.”
El famoso Tribunal
de Nuremberg que tras la caída del régimen y la derrota del Reich juzgó y
condenó a los jerarcas por crímenes contra la humanidad tuvo que recurrir al
rescate del olvido del concepto de derecho natural y reconocer que no toda ley
es, per se, justa e incuestionable.