Infovaticana,
11 octubre, 2017
En las últimas semanas han corrido ríos de tinta con
motivo del referéndum “fantasma” en Cataluña y sobre los diversos
posicionamientos en relación a su hipotética independencia. No es nuestra
intención hacer un juicio sobre la moralidad de la opción independentista pero
sí señalar que, en orden a tomar postura sobre cuestión tan delicada que
supondría romper con siglos de historia común, deben señalarse algunas pautas
morales que sirvan para fundamentar una postura o su contraria. Esas pautas se
encuentran recogidas en la Doctrina social de la Iglesia y están relacionadas
de tal forma que no es posible asumir una sin las demás.
En primer lugar, la dignidad de la persona humana,
abierta al infinito y a todos los seres creados. En una Cataluña independiente
se podría respetar igual, mejor o peor la dignidad de sus ciudadanos pero la
secesión tiene el riesgo de inocular dentro y fuera de esa región problemas
serios de convivencia.
En segundo lugar, el bien común, definido como el
conjunto de aquellas condiciones de la sociedad que posibilitan a las personas
lograr de forma más plena y fácil la propia perfección. De ahí que, ante
decisión de tanta envergadura, el resultado sólo será legítimo si conduce a
alcanzar el bien común de todos los afectados, que son el conjunto de los
ciudadanos de España. En el debate público sobre esta cuestión nunca se escucha
reivindicar la independencia catalana invocando el bien de todos y cada uno de
los españoles.
En tercer lugar, la solidaridad, que confiere relieve
a la sociabilidad de la persona, a la igual dignidad y derechos y al camino
común de todos hacia la unidad. ¿La secesión de Cataluña conduce a promover ese
camino común? Fiscalmente hablando, todos aceptan que debe pagar más quien más
tiene, pero cuando no hablamos de personas sino de territorios parece que la
cosa cambia. Si es una región la rica da la sensación que compartir con las
menos afortunadas es signo no de solidaridad sino de fomento de la
holgazanería… Así dicen algunos…
En cuarto lugar, el principio de subsidiariedad y de
participación, que se basan en permitir a la sociedad el desarrollo de sus
ámbitos específicos de responsabilidad, que las familias, por ejemplo, como
estructuras esenciales de la sociedad, puedan libremente elegir la educación de
sus hijos y que las administraciones sean subsidiarias e intervengan solamente
cuando la sociedad no se vale por sí misma. Y es que el intervencionismo es
siempre una tentación del poder y cuanto más está ese poder cerca de los
ciudadanos más posibilidades tiene de intervenir en su vida. Lo que en un
principio parecería una ventaja puede convertirse en un elemento que coarta la
libertad individual. Además, habría que enjuiciar si algunos en Cataluña
aceptan y toleran la legítima diversidad de sus habitantes de la misma forma
que desde el conjunto de España se ha aceptado y tolerado (a veces con graves
abusos como la dificultad de muchos padres para que sus hijos reciban sus
clases en español) la suya.
Finalmente, el destino universal de los bienes. El
Creador ha destinado los bienes de la tierra a todos los hombres y pueblos. De
ahí que esos bienes tengan que llegar a todos de manera equitativa y bajo la
tutela de la justicia y la caridad. ¿De verdad se asegura mejor ese destino
universal de los bienes haciendo que España estalle en mil pedazos?
Gabriel-Ángel Rodríguez
Vicario General