Mariano Fazio*
“Hegel dice en alguna
parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se
producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como
tragedia y otra vez como farsa”.
Así comienza el 18 de brumario de Luis Bonaparte, de Carlos Marx. Y así comienza este
artículo que se propone comparar dos situaciones análogas de la historia: la
primera sí fue tragedia; la segunda, que para algunos podría haber sido una
farsa, se convirtió en un paradigmático gesto de autenticidad.
Cuando San Pablo
llegó a Atenas, se lee en la
Biblia , lo llevaron al Areópago y le dijeron: “¿Podemos
saber cuál es esa nueva doctrina que tú expones? Pues te oímos decir cosas
extrañas y querríamos saber qué es lo que significan”. El discurso es
memorable, y su final, triste: te oiremos en otra ocasión, le dicen los
atenienses.
Te oímos decir cosas
extrañas y querríamos saber qué
es lo que significan... Estas podrían haber sido las palabras del gobierno británico en 2010, cuando invitó a Benedicto XVI
a dar un discurso en Westminster Hall, el aula más antigua del Parlamento. Estas podrían ser las palabras del mundo intelectual de nuestro tiempo, que tiende la mano a la religión para oír si realmente tiene algo significativo para aportar.
es lo que significan... Estas podrían haber sido las palabras del gobierno británico en 2010, cuando invitó a Benedicto XVI
a dar un discurso en Westminster Hall, el aula más antigua del Parlamento. Estas podrían ser las palabras del mundo intelectual de nuestro tiempo, que tiende la mano a la religión para oír si realmente tiene algo significativo para aportar.
Benedicto XVI había
hecho posible ese diálogo otras veces –su conversación con Jürgen Habermas
brilla especialmente en el horizonte– y con esa actitud pronunció su discurso a
los representantes del mundo político, social, académico, cultural y
empresarial británico, así como a los miembros del cuerpo diplomático y los
líderes religiosos.
Pocos lugares son más
emblemáticos que el Parlamento británico para significar el encuentro –a veces
conflictivo, a veces concorde– entre el paradigma cristiano y el paradigma de la Modernidad. En sus
aulas, desde los siglos medievales, se legisló a favor de la persona humana, se
concretaron pasos muy avanzados para la salvaguardia de sus derechos, se abolió
la esclavitud. En paralelo, la libertad religiosa sufrió muchos menoscabos, y
en el Parlamento y los palacios adyacentes se desarrolló el drama de la
conciencia de Tomás Moro.
El Papa comenzó su
discurso reconociendo que para él era un privilegio hablar en “un edificio de
significación única en la historia civil y política”. No era sólo un gesto para
quedar bien: Benedicto XVI aprecia los valores de la tradición democrática
occidental y considera –como su predecesor, Juan Pablo II– que instituciones
democráticas, como la separación de poderes, pueden ser eficaces salvaguardias
de la persona.
Lo mismo que Pablo en
Atenas, tantos años atrás, Benedicto, con experiencia pedagógica, buscó los
puntos en común: “Por la protección de la dignidad única de toda persona
humana, creada a imagen y semejanza de Dios, y en su énfasis en los deberes de
la autoridad civil para la promoción del bien común”, la doctrina social de la Iglesia tiene mucho en
común con la lucha parlamentaria inglesa a favor de los derechos civiles.
Más adelante,
recordando a Tomás Moro, afirmaba: “Cada generación, al tratar de progresar en
el bien común, debe replantearse: ¿qué exigencias pueden imponer los gobiernos
a los ciudadanos de manera razonable? Y ¿qué alcance pueden tener? ¿En nombre
de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Estas cuestiones nos
conducen directamente a la fundamentación ética de la vida civil. Si los
principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más
sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta
evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia”.
Ética de la vida
civil.
La fundamentación
ética de la vida civil tuvo un papel protagónico en “uno de los logros particularmente
notables del Parlamento británico: la abolición del tráfico de esclavos. La
campaña que condujo a promulgar este hito legislativo estaba edificada sobre
firmes principios éticos, enraizados en la ley natural, y brindó una
contribución a la civilización de la cual esta nación puede estar orgullosa”.
Benedicto XVI encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas
en la razón, que puede ser iluminada por la fe, y así llegar con más facilidad
a esa fundamentación.
En Westminster Hall,
el Papa hace un llamado a la colaboración entre fe y razón y define con
claridad los principios de sana laicidad: “La tradición católica mantiene que
las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la
razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel
de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas,
como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones
políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la
religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la
aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”.
Razón ampliada.
Pero la relación
fe-razón no es unilateral. También la razón tiene que cumplir su papel
“purificador” de la fe: “Distorsiones de la religión surgen cuando se presta
una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón
respecto a la religión”. La presentación de una razón ampliada, en diálogo con
la fe, es la propuesta de Benedicto XVI para enfrentar los problemas éticos de
nuestro tiempo.
El avance tecnológico
e industrial puede llevar a la destrucción si se aísla de los valores sociales.
Y la religión puede aportar un conjunto de valores que ayuden a que, más allá
de las declamaciones públicas, las personas aceptemos el compromiso por el otro
y por las generaciones futuras, en nuestro corazón y en nuestra conducta
diaria. Benedicto XVI está convencido de que existe algo más que la razón
económica y el interés individual.
En Occidente, el
laicismo ve la religión como un enemigo de la persona, y por eso busca
excluirla de la conversación sobre la comunidad humana. Frente a esto, el Papa
señala que “el mundo de la razón y el mundo de la fe –el mundo de la
racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas– necesitan uno de
otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por
el bien de nuestra civilización. En otras palabras, la religión no es un
problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al
debate nacional”.
Juan Pablo II bregó
con insistencia para que Occidente no olvidara sus raíces cristianas. Los
valores que han hecho grande nuestro mundo, como la preocupación por las
víctimas, la cultura de la vida y la solidaridad, son herencia del mensaje de
Jesucristo. Como aludiendo a ese encendido debate y queriendo sintonizar con el
espíritu empirista tan característico de Inglaterra, Benedicto XVI, en
referencia a la ornamentación del techo del Hall, concluyó su discurso con un
llamado al reconocimiento concreto de los frutos que el diálogo entre razón y
fe ha dado para el progreso de la humanidad: “Los ángeles que nos contemplan
desde el espléndido cielo de este antiguo salón nos recuerdan la larga
tradición en la que la democracia parlamentaria británica se ha desarrollado.
Nos recuerdan que Dios vela constantemente para guiarnos y protegernos; y, a su
vez, nos invitan a reconocer la contribución vital que la religión ha brindado
y puede seguir brindando a la vida de la nación”. Y –me permito agregar– del
mundo entero.
*Vicario del Opus Dei
en Argentina, es autor del libro “De Benedicto XV a Benedicto XVI. Los papas
contemporáneos y el proceso de secularización”