Traducción de la alocución completa del papa a los párrocos de Roma,
en el inicio de Cuaresma 2012,
por Abel DC.
El jueves 23 de febrero, recién iniciada la Cuaresma de este año, el papa tuvo su encuentro anual con el clero de Roma, del que es obispo; en ese contexto realizó una «lectio divina», una lectura meditada y orante, de un texto bíblico, de Efesios 4,1-16. El texto original italiano está publicado en el sitio del Vaticano, y algunos fragmentos se distribuyeron en los noticiarios religiosos de internet (Zenit, Aci, y también, naturalmente, el de ETF). Sin embargo, es un texto riquísimo, y del cual todos, sacerdotes -a quienes está originalmente dirigido-, pero también laicos, nos podemos aprovechar, como meditación para este año que abrirá el «Año de la fe»; como es poco probable que los servicios de traducción vaticanos lo pasen a español (porque fue una alocución al clero romano), presento esta traducción, sin ninguna pretensión literaria, sino solo tratar de percibir lo más literalmente posible el pensamiento del papa. Los intertítulos no pertenecen al texto original, sino que se los he agregado para organizar de alguna manera el extenso comentario. Precede a la traducción el texto de Efesios, tomado de Biblia de Jerusalén.
1 Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados,2 con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor,3 poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.4 Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados.5 Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo,6 un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos.7 A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo.8 Por eso dice: 'Subiendo a la altura, llevó cautivos y dio dones a los hombres.'9 ¿Qué quiere decir "subió" sino que también bajó a las regiones inferiores de la tierra?10 Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo.11 El mismo "dio" a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros,12 para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo,13 hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo.14 Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina, a merced de la malicia humana y de la astucia que conduce engañosamente al error,15 antes bien, siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo,16 de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor.
Queridos hermanos:
Es para mí una gran alegría ver cada año, al inicio de la Cuaresma, a mi clero, al clero de Roma, y es bello para mí ver hoy cuán numerosos somos. Yo había pensado que en esta gran sala estaríamos como un grupo casi perdido, pero veo que somos un fuerte ejército de Dios, y podemos con fuerza entrar en este nuestro tiempo, en las batallas necesarias para promover, para hacer avanzar el Reino de Dios. Hemos entrado ayer por la puerta de la Cuaresma, renovación anual de nuestro bautismo; repetimos casi nuestro catecumenado, caminando de nuevo en la profundidad de nuestro ser bautizados, retomando, retornando a nuestro ser bautizados e incorporados a Cristo. De este modo, podemos también intentar guiar a nuestras comunidades nuevamente a esta comunión íntima con la muerte y la resurrección de Cristo, devenir siempre más conformes a Cristo, devenir siempre más realmente cristianos.
Una exhortación desde la comunión con Cristo
El fragmento de la Carta de San Pablo a los Efesios que hemos escuchado (4,1-16) es uno de los grandes textos eclesiales del Nuevo Testamento. Comienza con la autopresentación del autor: «Yo, Pablo, prisionero a causa del Señor» (v. 1). La palabra griega «desmios» significa «encadenado»: Pablo, como un criminal, está en cadenas, encadenado por Cristo, y asi inicia en comunión con la pasión de Cristo. Este es el primer elemento de la autopresentación: él habla encadenado, habla en la comunión de la pasión de Cristo y así está en comunión también con la resurrección de Cristo, con su nueva vida. Siempre nosotros, cuando hablamos, debemos hablar en comunión con su pasión, y aceptar nuestras pasiones, nuestros sufrimientos y pruebas, en este sentido: son verdaderamente pruebas de la presencia de Cristo, de que él está con nosotros y de que vamos, en comunión con su pasión, hacia la novedad de la vida, hacia la resurrección. «Encadenado», es ante todo una palabra de la teología de la cruz, de la comunión necesaria de cada evangelizador, de cada pastor con el Pastor supremo, que nos ha redimido «dándose», sufriendo por nosotros. El amor es sufrimiento, es un darse, es un perderse, y sólo de ese modo es fecundo. Y así, en el elemento exterior de las cadenas, de la libertad ya no presente, aparece y se deja ver aun otro aspecto: la verdadera cadena que liga Pablo a Cristo es la cadena del amor. «Encadenado por amor»: un amor que da libertad, un amor que lo capacita para hacer presente el mensaje de Cristo, y al propio Cristo. Y esto deberá ser, también para todos nosotros, la última cadena que nos libera, atados juntos con la cadena del amor a Cristo. Así encontramos la libertad y el verdadero camino de la vida, y podemos, con el amor de Cristo, guiar a este amor, que es la alegría, la libertad, también a los hombres que tenemos confiados.Y después dice «Exhorto» (Ef 4,1): es su competencia exhortar, pero no lo hace de modo moralista. Exhorta desde la comunión con Cristo: es el propio Cristo, en último término, quien exhorta, quien invita con el amor de un padre y de una madre. «Comportaos de manera digna de la llamada que habéis recibido» (v. 1); es decir, primer elemento: hemos recibido una llamada. Yo no soy anónimo y sin sentido en este mundo: hay una llamada, una voz que me ha llamado, una voz que sigo. Y mi vida debería ser un entrar siempre más profundamente en el camino de la llamada, seguir esta voz y así encontrar la verdadera ruta, y guiar a los otros en esta ruta.
Soy «llamado con una llamada». Diré que tenemos la primer gran llamada del bautismo, de estar con Cristo; la segunda gran llamada es ser pastores a su servicio, y debemos estar siempre más a la escucha de esta llamada, de modo de poder llamar, o mejor dicho, ayudar a otros a fin de que sientan la voz del Señor que llama. El gran sufrimiento de la Iglesia de hoy en Europa y en Occidente es la falta de vocaciones sacerdotales, pero el Señor llama siempre, falta la escucha. Nosotros hemos escuchado su voz, y debemos estar atentos también a la voz del Señor para los demás, ayudar a que sea escuchado, y así sea aceptada la llamada, se abra un camino de vocación a ser pastores con Cristo. San Pablo retorna sobre esta palabra «llamada» al final de este primer versículo, y habla de una vocación, de una llamada que es a la esperanza - la llamada misma es una esperanza - y así demuestra las dimensiones de la llamada: no es sólo individual, la llamada es ya un fenómeno dialógico, un fenómeno en el «nosotros»; en el «yo y tú» y en el «nosotros». «Llamada a la esperanza». Veamos entonces las dimensiones de la llamada, que son tres. Llamada, en último término, según este texto, hacia Dios. Dios es el fin; al final arribamos simplemente a Dios, y todo el camino es un camino hacia Dios. Pero este camino hacia Dios no es solitario, un camino solo en el «yo», es un camino hacia el futuro, hacia la renovación del mundo, y es un camino en el «nosotros» de los llamados, que llama a otros, les hace escuchar esta llamada. Por eso la llamada es siempre una vocación eclesial. Ser fieles a la llamada del Señor implica descubrir este «nosotros» en el cual y por el cual somos llamados, así como andar juntos y realizar las virtudes necesarias. La llamada implica la eclesialidad, implica por tanto las dimensiones vertical y horizontal, que van inescindiblemente juntas; implica eclesialidad en el sentido de dejarse ayudar por el «nosotros» y de construir este «nosotros» de la Iglesia. En este sentido, san Pablo ilustra esta llamada con esta finalidad: un Dios único, solo, pero con esta dirección hacia el futuro; la esperanza está en el «nosotros» de aquellos que tienen la esperanza, que aman al interior de la esperanza, con aquellas virtudes que son propiamente los elementos del andar juntos.
Las virtudes en el camino hacia Dios
La primera [de estas virtudes] es «con toda humildad» (Ef 4,2). Quisiera detenerme un poco en esta, porque es una virtud que en el catálogo de las virtudes precristianas no aparece; es una virtud nueva, la virtud del seguimiento de Cristo. Pensemos en la carta a los Filipenses, en el capítulo 2: Cristo siendo igual a Dios se ha humillado aceptando forma de siervo y obedeciendo hasta la cruz (cfr. Fil 2,6-8). Este es el camino de la humildad del Hijo que nosotros debemos imitar. Seguir a Cristo quiere decir entrar en este camino de la humildad. El texto griego dice tapeinofrosyne (cfr Ef 4,2): no pensar en grande de sí mismo, tener la medida justa. Humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, como la raíz de todos los pecados. La soberbia que es arrogancia, que quiere sobre todo poder, apariencia, aparecer a los ojos de los otros, ser alguien o algo, no tiene la intención de agradar a Dios, sino de agradarse a sí mismo, de ser aceptado por los otros y - digamos - venerado por los otros. El «yo» en el centro del mundo: se trata de mi yo soberbio, que sabe todo. Ser cristiano quiere decir superar esta tentación originaria, que es también el núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin Dios; ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. La humildad es sobre todo verdad, vivir en la verdad, conocer la verdad, conocer que mi pequeñez es propiamente mi grandeza, porque soy importante para el gran tejido de la historia de Dios con la humanidad. Sólo reconociendo que yo soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su mundo, y soy insustituible así, en mi pequeñez, y solamente de ese modo soy grande. Este es el inicio del ser cristiano: vivir la verdad. Y sólo viviendo la verdad, el realismo de mi vocación por los otros, con los otros, en el cuerpo de Cristo, vivo bien. Vivir contra la verdad implica siempre vivir mal. ¡vivamos la verdad! reparemos en este realismo: no querer aparecer, sino querer agradar a Dios y hacer cuanto Dios ha pensado de mí y por mí, y así aceptar también al otro. Aceptar al otro, que quizás es más grande que yo, supone propiamente este realismo y el amor a la verdad; supone aceptarme a mí mismo como «pensamiento de Dios», así como soy, en mis límites y, de este modo, en mi grandeza. Aceptarme a mí mismo y aceptar al otro van juntos: sólo aceptándome a mí mismo en el gran tejido divino puedo aceptar también a los otros, que forman conmigo la gran sinfonía de la Iglesia y de la creación. Yo pienso que las pequeñas humillaciones que día a día debemos vivir son saludables, porque ayudan a cada uno a reconocer la propia verdad y ser así libres de la vanagloria, que es contraria a la verdad y no me puede hacer feliz y bueno. Aceptar y aprender esto, es también aceptar mi posición en la Iglesia, mi pequeño servicio como grande a los ojos de Dios. Y propiamente esta humildad, este realismo, me hace libre. Si soy arrogante, si soy soberbio, querré siempre agradar, y si no lo consigo, me siento miserable; soy infeliz y tengo siempre que buscar este agrado. Cuando, en cambio, soy humilde, tengo la libertad también de estar en contradicción con una opinión prevalente, con pensamientos de otros, porque la humildad me da la capacidad, la libertad de la verdad. Y entonces, diré, pidamos al Señor para que nos ayude, nos ayude a ser realmente constructores de la comunidad de la Iglesia; que crezca, que nosotros mismos crezcamos en la gran visión de Dios, del «nosotros», y seamos miembros del Cuerpo de Cristo, perteneciendo así, en unidad, al Hijo de Dios.
La segunda virtud - pero seamos más breves - es la «dulzura», según dice la traducción italiana; en griego es «praus», es decir «docilidad, mansedumbre»; y también es una virtud cristológica: así como la humildad es seguir a Cristo en el camino de su humildad, así también la «praus» -ser dócil ser manso-, es el seguimiento de Cristo que dice: venid a mí, yo soy manso de corazón (cfr Mt 11,29). Lo que no quiere decir blandura. Cristo puede ser incluso duro, si es necesario, pero siempre con un corazón bueno, permanece siempre visible la bondad, la mansedumbre. En la Sagrada Escritura, a veces, «los mansos» es simplemente el nombre de los creyentes, de la pequeña grey de los pobres que, en todas las pruebas, permanecen humildes y firmes en la comunión del Señor: procurar esta docilidad, que es lo contrario de la violencia. La tercera bienaventuranza: el Evangelio de San Mateo dice: felices los mansos, porque poseerán la tierra. No poseerán la tierra los violentos, al final permanecerán los mansos: esta es la gran promesa, y nosotros debemos estar completamente seguros de la promesa de Dios, de la docilidad que es más fuerte que la violencia. En esta palabra «mansedumbre» se esconde el contraste con la violencia: los cristianos son los no violentos, son los opositores de la violencia.
Y san Pablo prosigue: «con magnanimidad» (Ef 4,2): Dios es magnánimo. A pesar de nuestras debilidades y nuestros pecados, siempre comienza de nuevo con nosotros. Me perdona, incluso si sabe que mañana caeré de nuevo en el pecado; distribuye sus dones, incluso sabiendo que a menudo somos malos administradores. Dios es magnánimo, de gran corazón, nos confía su bondad. Y esta magnanimidad, esta generosidad es también parte del seguimiento de Cristo, nuevamente.
En fin, «soportandoos unos a otros mutuamente en el amor» (Ef 4,2); me parece que a la humildad sigue esta capacidad de aceptar al otro. La alteridad del otro es siempre un peso. ¿Por que el otro es diverso? Pero esta diversidad, está alteridad es necesaria para la belleza de la sinfonía de Dios. Y debemos - con la humildad en la cual reconozco mis límites, mi alteridad en el contraste con el otro, el peso que yo soy para el otro - llegar a ser capaces no sólo de soportar al otro, sino, con amor, encontrar en la alteridad también la riqueza de su ser y de las ideas y de la fantasía de Dios.
Todo esto, entonces, sirve como virtud eclesial para la construcción del Cuerpo de Cristo, que es el Espíritu de Cristo, para que vuelva a ser de nuevo ejemplo, de nuevo cuerpo, y crezca. Pablo lo dice después en concreto, afirmando que toda esa variedad de dones, de temperamentos, del ser hombres, sirve para la unidad (cfr Ef 4,11-13). Todas estas virtudes son también virtudes de la unidad. Por ejemplo, para mí es muy significativo que la primera carta posterior al Nuevo Testamento, la primera carta de Clemente, esté dirigida a una comunidad, la de los Corintios, dividida y sufriendo por la división (cfr PG 1, 201-328). En esta carta, la palabra humildad es una palabra clave: están divididos porque falta humildad, la ausencia de humildad destruye la unidad. La humildad es una fundamental virtud de la unidad y sólo así crece la unidad del cuerpo de Cristo, llegamos a estar realmente unidos y recibimos la riqueza y la belleza de la unidad. Por esto es lógico que el elenco de estas virtudes, que son virtudes eclesiales, cristológicas, virtudes de la unidad, se encamine a la unidad explícita: «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4,5). Una sola fe y un solo bautismo, como realidad concreta de la Iglesia que está bajo el único Señor.
Bautismo y fe
Bautismo y fe son inseparables. El bautismo es el sacramento de la fe y la fe tiene un doble aspecto. Es un acto profundamente personal: yo conozco a Cristo, me encuentro con Cristo y le doy mi confianza. Pensemos en la mujer que toca su vestido con la esperanza de verse salvada (cfr Mt 9, 20-21); se confía a Él totalmente y el Señor dice: eres salva, porque has creído (cfr Mt 9, 22). También a los leprosos, al único que retorna, dice: tu fe te ha salvado (cfr Lc 17, 19). Por tanto la fe inicialmente es sobre todo un encuentro personal, un tocar el vestido de Cristo, un ser tocado por Cristo, estar en contacto con Cristo, confiarse al Señor, tener y encontrar el amor de Cristo y, en el amor de Cristo, también la llave de la verdad, de la universalidad. Pero precisamente por esto, porque es llave de la universalidad del único Señor, la fe no es sólo un acto personal de confianza, sino un acto que tiene un contenido. La «fides qua» exige la «fides quae», el contenido de la fe, y el bautismo expresa este contenido: la fórmula trinitaria es el elemento sustancial del credo de los cristianos. Esto, de por sí, es un sí a Cristo, y así al Dios Trinitario, con este contenido, con esta realidad que me une a este Señor, a este Dios, que tiene un rostro: vive como Hijo del Padre en la unidad del Espíritu Santo y en la comunión del Cuerpo de Cristo. Por eso esto me parece muy importante: la fe tiene un contenido y no es suficiente, no es un elemento de unificación, si no está y no viene visto y confesado este contenido de la única fe.
Por esto, «año de la fe», año del catecismo - para ser muy práctico - están imprescindiblemente unidos. Renovaremos el Concilio sólo renovando el contenido - condensado después de nuevo - del Catecismo de la Iglesia Católica. Un gran problema de la Iglesia actual es la falta de conocimiento de la fe, es el «analfabetismo religioso», como han dicho los Cardenales el viernes pasado acerca de esta realidad. «Analfabetismo religioso»; y con este analfabetismo no podemos crecer, no puede crecer la unidad. Por eso debemos nosotros mismos apropiarnos de nuevo de este contenido, como riqueza de la unidad y no como un paquete de dogmas y mandamientos, sino como una realidad única que se revela en su profundidad y belleza. Debemos hacer lo posible por una renovación catequística, para que la fe sea conocida y así Dios sea conocido, Cristo sea conocido, la verdad sea conocida y crezca la unidad en la verdad.
Después de todas estas cosas, la unidad termina en: «un solo Dios y Padre de todos». Todo cuanto no es humildad, todo cuanto no es fe común, destruye la unidad, destruye la esperanza y vuelve invisible el rostro de Dios. Dios es uno y único. El monoteísmo era el gran privilegio de Israel, que ha conocido al único Dios, y permanece como elemento constitutivo de la fe cristiana. El Dios Trinitario - lo sabemos - no son tres divinidades, sino un único Dios; y vemos mejor qué cosa quiere decir unidad: unidad es unidad del amor. Y así: precisamente porque es el círculo del amor, Dios es uno y único.
Para Pablo, como hemos visto, la unidad de Dios se identifica con nuestra esperanza. ¿Por qué? ¿de qué modo? La unidad de Dios es esperanza, porque esta nos garantiza que, al final, no hay diversos poderes, al final no hay un dualismo entre poderes diversos y contrastantes, al final no permanece la cabeza del dragón que podría levantarse contra Dios, no permanece la inmundicia del mal y del pecado. ¡Al final permanece sólo la luz! Dios es único y es el único Dios: ¡no hay otro poder contra el de Él! Sabemos que hoy, con los males siempre crecientes que vivimos en el mundo, muchos dudan de la omnipotencia de Dios; y así diversos teólogos - incluso buenos - dicen que Dios no sería omnipotente, porque no sería compatible con la omnipotencia cuanto vemos en el mundo; y así quieren crear una nueva apología, y «disculpar» a Dios de estos males. Pero este no es el modo justo, porque si Dios no es omnipotente, si hay y permanecen otros poderes, no hay verdaderamente Dios y no hay esperanza, porque al final permanecerá el politeísmo, al final permanecerá la lucha, el poder del mal. Dios es omnipotente, es el único Dios. Es verdad que en la historia Él se ha dado un límite a su omnipotencia, reconociendo nuestra libertad. Pero al final todo retorna y no permanece otro poder; esta es la esperanza: ¡que la luz vence, el amor vence! Al final no permanece la fuerza del mal, permanece solo Dios. Y así estamos en camino de la esperanza, caminando hacia la unidad del único Dios, que se revela por el Espíritu Santo, en el único Señor, Cristo.
Liberados por Cristo
Después de esta gran visión, san Pablo desciende un poco a los detalles y dice de Cristo: «ascendido a lo alto ha llevado consigo a los prisioneros, ha distribuido dones a los hombres» (Ef 4,8). El apóstol cita el salmo 68, que describe de modo poético la salida de Dios con el Arca de la Alianza hacia la altura, hacia la cima del Monte Sión, hacia el templo: Dios como vencedor que ha superado a los otros, que son prisioneros, y, como un verdadero vencedor, distribuye dones. El judaísmo ha visto en esto sobre todo una imagen de Moisés, que sale hacia el Monte Sinaí para recibir en la altura la voluntad de Dios, los Mandamientos, no considerados como peso, sino como el don de conocer el Rostro de Dios, la voluntad de Dios. Pablo, en cambio, ve aquí una imagen del ascenso de Cristo que sale hacia lo alto después de haber descendido; sale y tira consigo la humanidad hacia Dios, hay lugar para la carne y la sangre en Dios mismo; nos tira hacia la altura de su ser Hijo y nos libera de la prisión del pecado, nos hace libres porque es vencedor. Siendo vencedor, distribuye los dones. Y así hemos arribado de la ascensión de Cristo a la Iglesia. Los dones son la «Charis» como tal, la gracia: estar en la gracia, en el amor de Dios. Y por tanto los carismas que concretan la «Charis» en funciones y misiones singulares: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros para edificar así el Cuerpo de Cristo (cfr Ef 4,11).
No quisiera entrar ahora en una exégesis detallada. Es muy discutido lo que querría decir «apóstoles, profetas...», en todo caso, podríamos decir que la Iglesia se construye sobre el fundamento de la fe apostólica, que permanece siempre presente: los apóstoles, en la sucesión apostólica, están presentes en los pastores, que somos nosotros, por la gracia de Dios y a pesar de toda nuestra pobreza. Y somos gratos a Dios que ha querido llamarnos para estar en la sucesión apostólica y continuar la edificación del Cuerpo de Cristo. Aquí aparece un elemento que me parece importante: los ministerios - los así llamados ministerios - son nombrados como «dones de Cristo», son carismas; es decir, no hay una oposición: de una parte el ministerio, como una cosa jurídica, y de la otra los carismas, como don profético vivo, espiritual, como presencia del Espíritu y su novedad. ¡No! Propiamente los ministerios son dones del Resucitado y son carismas, son articulaciones de su gracia; uno no puede ser sacerdote sin ser carismático. Es un carisma ser sacerdote. Esto - me parece - debemos tenerlo presente: ser llamado al sacerdocio, ser llamado con un don del Señor, con un carisma del Señor. Y así, inspirados por su Espíritu, debemos tratar de vivir este nuestro carisma. Sólo de este modo pienso que se podrá percibir que la Iglesia en Occidente haya unido indisolublemente el sacerdocio y el celibato: vivir en una existencia escatológica hacia el último destino de nuestra esperanza, hacia Dios. Puesto que el sacerdocio es un carisma, puede estar unido con un carisma: si no fuese esto y fuese solamente una cosa jurídica, sería absurdo imponer un carisma que es un verdadero carisma; mas si el propio sacerdocio es carisma, es normal que conviva con el carisma, con el estado carismático, de la vida escatológica.
Pidamos al Señor que nos ayude a percibir cada vez más esto, a vivir siempre más en el carisma del Espíritu Santo y a vivir así también este signo escatológico de la fidelidad al Señor Único, que precisamente en nuestro tiempo es necesario, con la descomposición del matrimonio y de la familia, que pueden componerse sólo a la luz de esta fidelidad a la única llamada del Señor.
Una fe adulta, que ve y hace ver
Un último punto. San Pablo habla del crecimiento del hombre perfecto, que toma su medida de la plenitud de Cristo: que no seamos más niños a merced de las olas, llevados por cualquier viento de doctrina (cfr Ef 4,13-14). «Al contrario, realizando la verdad en la caridad, buscamos crecer en cada cosa, tendiendo hacia Él» (Ef 4,15). No se puede vivir en una infancia espiritual, en una infancia de la fe: no obstante, en este nuestro mundo, vemos esa infancia. Muchos, después de la primera catequesis, no han ido más adelante; ya sea que permanezca ese núcleo, o que se haya destruido. Y del resto, están sobre las olas del mundo; no pueden, como adultos, con competencia y con convicción profunda, exponer y hacer presente la filosofía de la fe - por así decir - la gran sabiduría, la racionalidad de la fe, que abre también los ojos de los otros, que abre los ojos sobre cuanto es bueno y verdadero en el mundo. Falta este ser adultos en la fe y permanece la infancia en la fe.
Es verdad que en estos últimos decenios hemos visto también otro uso de la expresión «fe adulta». Se habla de «fe adulta», en el sentido de emancipada del Magisterio de la Iglesia. En tanto estoy bajo la madre, soy un infante, debo emanciparme: emancipado del Magisterio, soy finalmente adulto. Pero el resultado no es una fe adulta, el resultado es la dependencia de las olas del mundo, de las opiniones del mundo, de la dictadura de los medios de comunicación, de las opiniones de lo que todos piensan y quieren. ¡No es verdadera emancipación la emancipación de la comunión del Cuerpo de Cristo! Al contrario, es caer bajo la dictadura de las olas, del viento del mundo. La verdadera emancipación es precisamente liberarse de esta dictadura, en la libertad de los hijos de Dios que creen juntos en el Cuerpo de Cristo, con el Cristo Resucitado, y ven así la realidad, y son capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo.
Me parece que debemos orar mucho al Señor, para que nos ayude a emanciparnos en este sentido, ser libres en este sentido, con una fe realmente adulta, que ve, hace ver y puede ayudar también a los otros a llegar a la verdadera perfección, a la verdadera edad adulta, en comunión con Cristo.
En este contexto tenemos la bella expresión de «aletheuein en te agape», ser verdaderos en la caridad, vivir la verdad, ser verdad en la caridad: los dos conceptos van juntos. Hoy el concepto de verdad está un poco bajo sospecha porque se combina verdad con violencia. Por supuesto en la historia encontramos episodios donde se buscaba defender la verdad con la violencia. Pero las dos son contrarias. La verdad no se impone con otros medios, si no se da ella misma, la verdad sólo puede llegar a través de sí misma, de su propia luz. Pero tenemos necesidad de la verdad; sin verdad no conocemos los verdaderos valores, ¿y cómo podríamos ordenar el cosmos de los valores? Sin verdad estamos ciegos en el mundo, no tenemos camino. El gran don de Cristo es precisamente que veamos el rostro de Dios y, aunque de un modo enigmático, muy insuficiente, conozcamos el fondo, lo esencial de la verdad en Cristo, en su Cuerpo. Y conociendo esta verdad, crezcamos también en la caridad que es la legitimación de la verdad y nos muestra la verdad. Diríamos que la caridad es el fruto de la verdad - el árbol se conoce por los frutos - y si no hay caridad, tampoco la verdad es apropiada, vista; y dónde está la verdad, nace la caridad. Gracias a Dios, lo vemos en todos los siglos: a pesar de los hechos negativos, el fruto de la caridad siempre ha estado presente en la cristiandad, y lo está hoy. Lo vemos en los mártires, lo vemos en tantas hermanas, hermanos y sacerdotes que sirven humildemente a los pobres, a los enfermos, que son presencia de la caridad de Cristo. Y así son el gran signo de que aquí está la verdad.
Pidamos al señor para que nos ayude a llevar el fruto de la caridad y ser así testimonios de su verdad. Gracias.