Ricardo Trotti (Periodista)
El mayor mal de América latina es la corrupción. ¿La causa? Una cultura tolerante con la deshonestidad, incentivada por leyes poco rigurosas, Justicia apática y favores políticos. ¿La consecuencia? La región nunca logra alcanzar todo su potencial económico, pese a épocas cíclicas de bonanza, como la actual.
A diario, en cada país se revelan actos de corrupción. Ilusiona que la Justicia costarricense haya condenado al ex presidente Miguel Ángel Rodríguez por aceptar sobornos de una multinacional francesa, pero pocos casos así son sentenciados. Así, el ciudadano pierde credibilidad en el sistema.
El problema no son los actos corruptos, sino que la corrupción se ha incorporado como estilo de vida. Entre muchos malos ejemplos en el continente, en la Argentina, la Sindicatura General de la Nación –ente que debe velar por la transparencia del Estado– se niega a informar por anomalías detectadas en organismos oficiales.
No rendir cuentas parece la norma en la región. La administración pública es una maquinaria perversa, que engulle todo a su paso; los que entran decentes son transformados. En ese ambiente enfermizo, la deshonestidad se custodia con autoritarismo.
Así, los de más arriba reforman constituciones para perpetuarse en el poder y mantener su inmunidad o manipulan leyes para gobernar de espaldas al pueblo, sin contrapesos ni fiscalización.
El presidente Hugo Chávez es un claro ejemplo. Acaba de reformar por decreto a Petróleos de Venezuela (PDVSA), por medio del cual obliga a la empresa a que entregue un porcentaje mayor de los excedentes del crudo al Fondo de Desarrollo Nacional, una partida de fondos que maneja a discreción y sin rendir cuentas. Se estima que este año tendrá unos 11 mil millones de dólares a disposición, por lo que pronto recomenzará la exportación de la revolución bolivariana, encapsulada en valijas llenas de efectivo.
La mala cultura. ¿Se puede detener esa cultura de la corrupción? ¡Seguro que sí! Pero se necesita voluntad política, crear leyes rigurosas y severas, emancipar la Justicia. No basta con aquellas leyes que protegen los asuntos públicos, como las de lavado de dinero; se necesita también de las que combaten la corrupción interna y obligan a gobernar en forma abierta.
En México, Perú, República Dominicana, Ecuador, Chile, El Salvador, Ecuador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, se sancionaron en los últimos años leyes de acceso a la información pública, pero, a juzgar por los resultados, fueron más producto de la demagogia que de la vocación por crear una cultura de la transparencia.
Funcionario que retacea información no es castigado y los gobiernos no educan al ciudadano sobre su derecho a conocer la forma en que se administran los recursos públicos.
En Argentina, Bolivia, Costa Rica y Paraguay, los políticos hablan de ser transparentes, pero proyectos de ley sobre el tema hace más de un lustro que duermen en sus congresos.
Crear una cultura de transparencia es trabajo arduo y constante. Una encuesta reciente de la Fundación Knight en los Estados Unidos halló que 13 de 90 organismos estatales no tienen el hábito de rendir cuentas, a pesar de que el presidente Barack Obama alentó desde el primer día mayor apertura.
Este día, que no debe pertenecer a periodistas ni medios sino que debe servir para reivindicar el derecho del público a saber, es una buena oportunidad para que los gobiernos adopten leyes que empiecen a transformar la cultura de la corrupción en una de honestidad.
Ser corruptos o transparentes depende en gran medida de las reglas. El desafío de los gobernados es exigirlas, para que los gobernantes estén obligados a custodiar los bienes ajenos como propios.
La Voz del Interior, 4-5-11
El mayor mal de América latina es la corrupción. ¿La causa? Una cultura tolerante con la deshonestidad, incentivada por leyes poco rigurosas, Justicia apática y favores políticos. ¿La consecuencia? La región nunca logra alcanzar todo su potencial económico, pese a épocas cíclicas de bonanza, como la actual.
A diario, en cada país se revelan actos de corrupción. Ilusiona que la Justicia costarricense haya condenado al ex presidente Miguel Ángel Rodríguez por aceptar sobornos de una multinacional francesa, pero pocos casos así son sentenciados. Así, el ciudadano pierde credibilidad en el sistema.
El problema no son los actos corruptos, sino que la corrupción se ha incorporado como estilo de vida. Entre muchos malos ejemplos en el continente, en la Argentina, la Sindicatura General de la Nación –ente que debe velar por la transparencia del Estado– se niega a informar por anomalías detectadas en organismos oficiales.
No rendir cuentas parece la norma en la región. La administración pública es una maquinaria perversa, que engulle todo a su paso; los que entran decentes son transformados. En ese ambiente enfermizo, la deshonestidad se custodia con autoritarismo.
Así, los de más arriba reforman constituciones para perpetuarse en el poder y mantener su inmunidad o manipulan leyes para gobernar de espaldas al pueblo, sin contrapesos ni fiscalización.
El presidente Hugo Chávez es un claro ejemplo. Acaba de reformar por decreto a Petróleos de Venezuela (PDVSA), por medio del cual obliga a la empresa a que entregue un porcentaje mayor de los excedentes del crudo al Fondo de Desarrollo Nacional, una partida de fondos que maneja a discreción y sin rendir cuentas. Se estima que este año tendrá unos 11 mil millones de dólares a disposición, por lo que pronto recomenzará la exportación de la revolución bolivariana, encapsulada en valijas llenas de efectivo.
La mala cultura. ¿Se puede detener esa cultura de la corrupción? ¡Seguro que sí! Pero se necesita voluntad política, crear leyes rigurosas y severas, emancipar la Justicia. No basta con aquellas leyes que protegen los asuntos públicos, como las de lavado de dinero; se necesita también de las que combaten la corrupción interna y obligan a gobernar en forma abierta.
En México, Perú, República Dominicana, Ecuador, Chile, El Salvador, Ecuador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, se sancionaron en los últimos años leyes de acceso a la información pública, pero, a juzgar por los resultados, fueron más producto de la demagogia que de la vocación por crear una cultura de la transparencia.
Funcionario que retacea información no es castigado y los gobiernos no educan al ciudadano sobre su derecho a conocer la forma en que se administran los recursos públicos.
En Argentina, Bolivia, Costa Rica y Paraguay, los políticos hablan de ser transparentes, pero proyectos de ley sobre el tema hace más de un lustro que duermen en sus congresos.
Crear una cultura de transparencia es trabajo arduo y constante. Una encuesta reciente de la Fundación Knight en los Estados Unidos halló que 13 de 90 organismos estatales no tienen el hábito de rendir cuentas, a pesar de que el presidente Barack Obama alentó desde el primer día mayor apertura.
Este día, que no debe pertenecer a periodistas ni medios sino que debe servir para reivindicar el derecho del público a saber, es una buena oportunidad para que los gobiernos adopten leyes que empiecen a transformar la cultura de la corrupción en una de honestidad.
Ser corruptos o transparentes depende en gran medida de las reglas. El desafío de los gobernados es exigirlas, para que los gobernantes estén obligados a custodiar los bienes ajenos como propios.
La Voz del Interior, 4-5-11