Chesterton… y la
Navidad
Sevillainfo, 25 diciembre, 2020
José María
Arenzana-Periodista
Se pueden hacer
muchas disquisiciones sobre la política y educación en nuestros días, pero a
mí, a medida que pasan los años y las décadas, me resulta más difícil
comprender que Gilbert K. Chesterton (Londres, 1874 – Beaconsfield, 1936) no
haya figurado ni figure en los anales de enseñanza de nuestro tiempo, cada vez
más necesario.
Como narrador era
ameno, brillante y admirado por Borges, y su detective distraído, el Padre
Brown, se convirtió en un icono del primer tercio del siglo XX, pero como
ensayista, articulista y polemista no tiene final y sus reflexiones como
“pensador del sentido común” se mantienen en pie cien años después.
Anglicano por
tradición familiar, se hizo agnóstico y luego volvió al anglicanismo antes de
convertirse al catolicismo, desde donde construyó una montaña de sensatez que
traspasa toda su fe con un rayo de agudas, juiciosas y divertidas reflexiones
que se sostienen por sí mismas.
Más allá que
discutir de religión, Chesterton te hace pensar de manera gráfica y te enreda
para descubrir razones y contradicciones, o directamente te las resuelve con un
fogonazo. Sus argumentaciones, casi nunca hirientes, caen sobre el lector con
todo el peso del grandullón que era y no te aplasta nunca, pero te obliga a
esforzarte si quieres salir honradamente de debajo de esa mole de buen juicio y
prudencia.
Defensor de una
teoría económica que personalmente en muchos detalles no comparto entre el
capitalismo y el socialismo, que se llamó “distributismo” y que constituyó la
base de buena parte de la doctrina social de la Iglesia de nuestro tiempo, no
rehuyó jamás ninguna discusión y se adentraba a debatir las razones de su
propia conversión con una inteligencia fuera de lo común.
En su diatriba
para explicar su conversión, afirmaba: “Nosotros realmente no queremos una
religión que tenga razón cuando nosotros tenemos razón. Lo que nosotros [los
católicos] queremos es una religión que tenga razón cuando nosotros estamos
equivocados…” Y refiriéndose a la Iglesia añadiría: “No hay ningún otro caso de
una continua institución inteligente que haya estado pensando sobre pensar
durante dos mil años. Su experiencia naturalmente cubre casi todas las
experiencias, y especialmente casi todos los errores. El resultado es un mapa
en el que todos los callejones ciegos y malos caminos están claramente
marcados, todos los caminos que han demostrado no valer la pena por la mejor de
las evidencias; la evidencia de aquellos que los han recorrido”.
En sus artículos
de prensa, recopilados y agrupados de mil formas diferentes en muchas
ediciones, Chesterton no rehuía ningún asunto relacionado con la actualidad de
su tiempo y la validez de sus reflexiones sigue vigente, razones casi intactas,
como si estuviese hablando hoy desde un nítido posicionamiento conservador que
a menudo desborda a sus lectores teóricamente más complacientes y pone en
apuros a los más ajenos y distantes.
Casi cada año, por
estas fechas (será por mis recurrentes y muy humanas dudas), a mí se me hace
muy apetecible revisar algunas páginas de sus exhaustivas y prolíficas
argumentaciones, en especial estas palabras dedicadas al espíritu de la
Navidad, que, al parecer, ya en su momento, en mitad de los difíciles años 30,
estaba siendo amenazado por la vacuidad y banalización de lo festivo y
hedonista de los tiempos modernos. Y así de bien lo exponía:
“… Nadie había
imaginado la posibilidad del Creador viviendo entre los hombres, hablando con
funcionarios romanos y recaudadores de impuestos. Pero la mano del Dios que
había moldeado las estrellas se convirtió, de pronto, en la manecita de un niño
que gimotea en una cuna. Y ese hecho, admitido en bloque por la civilización
occidental durante dos milenios, es, sin ninguna duda, el hecho más asombroso
que ha conocido el hombre desde que pronunció la primera palabra articulada.
La Navidad, que en
el siglo XVII tuvo que ser rescatada de la tristeza, tiene que ser rescatada en
el siglo XX de la frivolidad. La Navidad, como tantas otras creaciones
cristianas y católicas, es una boda. Es la boda del más indómito espíritu de
gozo humano con el más elevado espíritu de humildad y sentido místico. Y el
paralelo de una boda es bien válido en más de una manera; porque este nuevo
peligro que amenaza la Navidad es el mismo que hace tiempo ha vulgarizado y
viciado las bodas.
Es lógico que haya
pompa y gozo popular en una boda; de ninguna manera estoy de acuerdo con los
que querrían que fuera algo privado y personal, como la declaración de amor o
el compromiso de matrimonio. Si una persona no está orgullosa de casarse, ¿de
qué podrá enorgullecerse?, ¿y por qué se empeña entonces en casarse? Pero en
casos normales todo este jolgorio que se organiza está subordinado al
matrimonio porque existe “en honor” del matrimonio. Fueron a ese lugar a
casarse, no a alegrarse; y se alegran porque se han casado. Sin embargo, en
tantas bodas de famosos se pierden de vista por completo este serio objetivo y
no queda nada más que la frivolidad. Porque la frivolidad es el intento de
alegrarse sin nada sobre lo que alegrarse.
El resultado es
que al final hasta la frivolidad como frivolidad empieza a desvanecerse.
Quienes empezaron a juntarse sólo por diversión acaban haciéndolo sólo porque
está de moda; y no queda ni siquiera la más débil sugestión de regocijo, sino
tan sólo de ruido y alboroto. La gente está perdiendo la capacidad de disfrutar
la Navidad porque la ha identificado con el jolgorio. Una vez que han perdido
de vista la antigua sugestión de que la Navidad es por algo que ocurre, caen
naturalmente en pausas en las que se preguntan con asombro si es que ocurre
algo de verdad. Que se nos diga que nos alegremos el día de Navidad es
razonable e inteligente, pero sólo si se entiende lo que el mismo nombre de la
fiesta significa. Que se nos diga que nos alegremos el 25 de diciembre es como
si alguien nos dice que nos alegremos a las once y cuarto de un jueves por la
mañana. Uno no puede ser frívolo así, de repente, a no ser que crea que existe
una razón seria para ser frívolo.
Un hombre podría
organizar una fiesta si hubiera heredado una fortuna; incluso podría hacer
bromas sobre la fortuna. Pero no haría nada de eso si la fortuna fuera una
broma. No sería tan bullicioso, si le hubiera dejado puñados de billetes
bancarios falsos o un talonario de cheques sin fondos. Por divertida que fuera
la acción del testador, no sería durante mucho tiempo ocasión de festividades
sociales y celebraciones de todo tipo. No se puede empezar ni siquiera una
francachela por una herencia que es sólo ficticia. No se puede empezar una
francachela para celebrar un milagro del que se sabe que no es más que un
engaño de milagro.
Al desechar el aspecto divino de la Navidad y
exigir sólo el humano, se está pidiendo demasiado a la naturaleza humana. Se
está pidiendo a los ciudadanos que iluminen la ciudad por una victoria que no
ha tenido lugar. Hoy nuestra tarea consiste en rescatar la festividad de la
frivolidad. Es la única manera de que vuelva a ser festiva. Los niños todavía
entienden la fiesta de Navidad: algunas veces festejan con exceso en lo que se
refiere a comer una tarta o un pavo, pero no hay nunca nada frívolo en su
actitud hacia la tarta o el pavo. Y tampoco hay la más mínima frivolidad en su actitud
con respecto al árbol de Navidad o a los Reyes Magos. Poseen el sentido serio y
hasta solemne de la gran verdad: que la Navidad es un momento del año en el que
pasan cosas de verdad, cosas que no pasan siempre. Pero aun en los niños esa
sensatez se encuentra de alguna manera en guerra con la sociedad. La vívida
magia de esa noche y de ese día está siendo asesinada por la vulgar veleidad de
los otros trescientos sesenta y cuatro días”.
Por todo esto me
gustan tanto Chesterton… y la Navidad.
He dicho.