José María Simón
Castellví
Presidente emérito
de la Federación Internacional de Asociaciones Médicas Católicas (FIAMC)
Desde hace algunos
años, cuando se acerca el aniversario de la famosa carta encíclica de Pablo VI,
escribo unas líneas para apoyarla. Alguna vez, como sucedió en 2009 a raíz de
un artículo mío en el Osservatore Romano, se ha producido un considerable
revuelo. En aquella ocasión presentaba un trabajo de la FIAMC en el que
demostrábamos que la píldora anticonceptiva era con toda probabilidad uno de
los causantes de la creciente infertilidad del varón europeo debido a la
contaminación que sus metabolitos producían en el ambiente y en los alimentos.
Aun se encuentran en los buscadores de internet críticas y apoyos a aquel
documento.
Sin embargo, el
núcleo de la enseñanza de la encíclica, que ya tenía precedentes y que tuvo
posteriores reafirmaciones pontificias, alcanza un nivel más elevado: los hijos
son un don y un bien del matrimonio. No son un efecto secundario del mismo sino
uno primario. Son buenos para la familia, la Iglesia y la sociedad. La
transmisión de la vida humana es algo que se tiene que tomar muy en serio. Es
por eso que es en la familia donde mejor se acoge amorosamente la vida y donde
mejor se conllevan los grandes y pequeños problemas de la vida.
En algunas
ocasiones, por motivos diversos graves, los esposos deben espaciar los
nacimientos de sus hijos y seguir teniendo relaciones íntimas regularmente. En
la propia naturaleza de la mujer se halla la clave para que la relación
matrimonial no rompa su donación recíproca total o los significados unitivo y
procreativo, a la vez que se espacia la concepción de un hijo. Es en el
conocimiento de los periodos fértiles (unos cuantos días al mes) y de los
infértiles de la mujer donde se pueden tomar decisiones para concebir o para
espaciar.
Siempre he dicho
que los anticonceptivos atentan contra derechos de Dios Creador y contra los
derechos humanos. Contra el derecho a que no nos quiten la vida, en el caso de
los fármacos o instrumentos micro-abortivos. Contra el derecho a la igualdad
razonable entre los sexos, porque la carga contraceptiva casi siempre recae
sobre la mujer. Contra el derecho a una atención sanitaria con los menos
efectos adversos posibles, porque los contraceptivos provocan daños y los
medios naturales de reconocimiento de la fertilidad no. La fertilidad no es
ninguna enfermedad. Contra el derecho a la educación, porque toda mujer debería
poder ser instruida en el reconocimiento de sus ritmos de
fertilidad-infertilidad. Hoy en día los métodos naturales de regulación de la
fertilidad, de reconocimiento de las fases fértiles de la mujer, son sencillos
de aprender y de enseñar. Maridos y mujeres cooperan activamente en su
aplicación y, en ocasiones, también se sacrifican en unos días de abstinencia. Los
profesionales sanitarios fuimos requeridos explícitamente en la encíclica a dar
a los esposos que nos consultan sabios consejos y directrices sanas que de
nosotros esperan con todo derecho.
No entiendo esta
resistencia a aceptar los ritmos de la naturaleza sana en la cooperación de los
esposos con el Creador. Si solo una pequeña parte de los ríos de tinta, litros
de saliva y millones empleados en contracepción se empleasen en regulación
natural y en hablar de la sana antropología, toda la familia humana se
beneficiaría de ello en muchos aspectos. No nos podemos poner de lado como don
Tancredo ante un reto que hoy en día ya es descomunal: ayudar a los esposos a
ser buenos amantes y padres.