y la Corte Suprema de EE. UU.: no basta la
Constitución
Stefano Fontana
Brújula cotidiana,
12-07-2022
Tras el fallo de
la Corte Suprema de los Estados Unidos, que declaró inconstitucional el derecho
al aborto, muchos se han movido para hacerlo constitucional, es decir, incluir
ese derecho en la Constitución de sus respectivos países. El Parlamento Europeo
también ha aprobado una resolución en este sentido. Esto no hace que la
decisión de la Corte americana sea contraproducente, como ya ha sido
oportunamente aclarado, pero sí requiere una reflexión profunda sobre el
constitucionalismo aplicado al aborto.
La sentencia
estadounidense realmente tuvo méritos históricos, esto está fuera de discusión.
Sin embargo, debe tenerse en cuenta que establece que en el texto
constitucional no se hace referencia al derecho al aborto, mientras que no dice
que el aborto esté constitucionalmente prohibido. Tanto es así que devuelve la
pelota a la legislación de los Estados individuales. Por eso algunos han
hablado de una victoria de la democracia. Sin embargo, si se piensa bien, en
teoría todos los Estados individuales de la Unión podrían legislar a favor del
derecho a abortar. En este caso no sería en absoluto una victoria de la
democracia. El discurso de la Corte Suprema se ha ceñido estrictamente al texto
de la Constitución estadounidense, no ha hecho referencia a “algo” que la
precede, como por ejemplo el derecho natural a la vida del concebido. Ha
establecido que la Constitución no impone el derecho al aborto a los Estados de
la Unión, pero también ha certificado que la Constitución ni siquiera dice lo
contrario; es decir, que el derecho al aborto no puede ser previsto por ley por
ellos. La Corte se ha adherido a la Constitución, convirtiéndola así en el
primer y último punto de referencia en la vida jurídica y política de la Unión.
Esto es, después de todo, una forma de constitucionalismo: entender la carta
constitucional como que no necesita nada más, en sí misma el origen del derecho
y de la ley. Vuelvo a decir que estas consideraciones no eliminan la
importancia del hecho, sin embargo, merecen una reflexión para establecer una
estrategia adecuada para el futuro inmediato.
La reacción de quienes,
en respuesta a la Corte americana, quieren constitucionalizar el derecho al
aborto, también se mueve en el terreno del constitucionalismo, pero con un
enfoque más radical. La Corte estadounidense no ha decretado que el aborto esté
prohibido, sino que no es obligatorio que los Estados lo prevean, que quiere
que los escritos constitucionales decreten que es un derecho y, por lo tanto,
una obligación a respetar. Entonces, existe una asimetría entre las dos
posiciones, que solo podría salvarse si se dijera en la constitución, no solo
que el aborto no es un derecho, sino también que es una injusticia inaceptable.
La próxima ola de intentos de constitucionalizar el derecho al aborto no puede
oponerse manteniendo únicamente la posición expresada por la Corte americana.
Será necesario pasar a la constitucionalización de la prohibición del aborto.
Pero ¿cómo se hace si la constitución no dice nada al respecto? Será necesario,
pues, referirse a algo que “preceda” a la Constitución, pero eso es
precisamente lo que no ha hecho la Corte americana. Esa posición, por tanto, si
era muy importante para romper una tendencia y reabrir los juegos, no puede ser
la solución definitiva: sólo refiriéndose a una dimensión que podemos llamar, a
entender, de derecho natural, se podrá contrarrestar la previsible ola de
presiones para constitucionalizar el aborto. Desde el punto de vista cultural,
esto me parece muy importante, porque lo veo como un aplanamiento satisfecho de
la decisión de la Corte que no tiene en cuenta que la lucha será muy dura y no
estamos al final sino al principio. La claridad sobre los criterios por los que
luchar es, por tanto, muy importante.
Cuando el poder
político emprende el camino de la injusticia jurídica, es decir, de considerar
justo por ley lo que en cambio es injusto, no se puede quedar a mitad de
camino, no podrá dejar resquicios abiertos para poder volver atrás, ya que en
este caso el Mal toma el carácter absoluto del Bien. Cuando el Estado considera
un bien lo que en cambio es un mal, entonces tendrá que absolutizar ese
derecho, imponerlo, educar a los ciudadanos para que lo consideren como tal,
enseñarlo a los niños en las escuelas desde temprana edad, impedir que sea
cuestionado, sancionar como un crimen de opinión a quienes lo critican o impugnan.
Esto debe hacerlo el Leviatán, incluso en las llamadas democracias liberales.
La sentencia de la
Corte americana ha cuestionado este camino, pero no ha completado el proceso de
derrocamiento: no se ha proclamado que el mal es el mal, sólo se ha dicho que
la constitución americana no lo prescribe y no lo impone. Pero los militantes
del frente opuesto seguirán diciendo que el mal es el bien, y que, si es el
bien, el Estado tiene derecho a prescribirlo e imponerlo. Para no limitarnos a
decir que la Constitución no impone el mal, y decir en cambio que el mal es el
mal y que la Constitución debe prevenirlo, debemos ir a algo que “preceda” a la
Constitución. Esta es la tarea que deben asumir los movimientos provida en el
futuro inmediato. La Corte Americana ha reabierto los juegos, ahora hay que
jugar.