patrimonio de la Iglesia
JOSÉ FRANCISCO
GÓMEZ HINOJOSA
Vida nueva, 3-2-24
Es frecuente que
la religión deba de lidiar con dos problemas: el privatismo y el reduccionismo.
La primera traba invita a considerar la relación con Dios como algo íntimo,
particular y sin necesidad de abrirse a los demás. Así, sugiere cambiar el
Padrenuestro, para que, en vez de decir “venga a nosotros tu Reino”, afirme
“venga a mí, y solamente a mí, tu Reino”. Esta tesis prefiere no compartir a
Dios, y tenerlo en propiedad privada, exclusiva de quien le reza mucho o da
grandes limosnas.
El segundo
obstáculo sostiene que la religión se reduce solo al terreno de lo religioso,
olvidando su necesario impacto en las esferas familiares, educativas, recreativas
económicas y políticas, es decir, sociales, de la vida. Esta reducción cobra
vigencia cuando ministros del culto, en especial el Papa o los obispos,
intervienen en algo que –a juicio de algunos– “no les corresponde”, es decir,
cuando salen de las sacristías y se posicionan frente a problemáticas sociales,
sobre todo, cuando promueven la justicia social como parte fundamental de esta
dimensión social de la fe.
Milei y Díaz Ayuso
Entre estos
críticos, destaca el polémico Javier Milei. Siendo todavía candidato, el nuevo
presidente de Argentina se refería a la justicia social como “una aberración”
que propicia el trato desigual frente a la ley. También la actual presidenta de
la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, quien sostiene que la justicia social
es “un invento de la izquierda” que promueve “la cultura de la envidia”. Me
parece que tanto el argentino como la española olvidan que la justicia social
es patrimonio del amplio bagaje doctrinal propio de la Iglesia católica, lo que
trataré de demostrar a continuación.
Presentaré, de
manera sucinta, lo que la Biblia, la Tradición y especialmente el Magisterio, a
través de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), nos aportan al respecto,
siguiendo el clásico protocolo de elaboración teológica, y resaltando los
comentarios de corte social que esas fuentes arrojan.
Sujeto social
El punto de
partida, en lo que se refiere al interés de la Iglesia católica por la justicia
social, lo encontramos ya en el inicio de la Biblia, cuando el ser humano es
presentado como un sujeto social, llamado a relacionarse con sus semejantes y a
ser “guardián de su hermano” (Gn 1, 26-31; 2, 18-24; 4, 1-16; Ex 20, 13).
El pecado aparece
como la ruptura del proyecto de Dios, que es un proyecto de vida, pues rompe la
comunión y solidaridad entre Dios y los seres humanos, entre ellos, y entre
ellos y la creación (Gn 3, 17; 4, 1-16; 11, 1-9; Is 5, 8; Am 2, 6-7). Nótese
que por “pecado” no entendemos aquí esa connotación tan extendida que lo ve
como un acto individual e íntimo, sino como algo de fuerte contenido social.
El grito de los
pobres
Ante esta
situación de pecado, ante el grito de los pobres y marginados que sube al
cielo, Dios se revela en la historia como solidario con ellos, para formar una
nueva alianza y liberarlos de la esclavitud (Ex 3, 7-20; 12, 14-17; Dt 10,
17-18; Sal 68, 6-7). Y es que si Dios quiere “casarse” con su pueblo es para
que este viva sus valores: el derecho y la justicia, y para que otros pueblos
sean influidos por estas prácticas.
Esta alianza entre
Dios y su pueblo estará confirmada por la proclamación del año de gracia,
tiempo privilegiado en el que el Señor favorece a su pueblo más débil: los
pobres, los enfermos, los afligidos, los encarcelados, los deudores (Is 61,
2-4; Lc 4, 14-21). Dios, entonces, no es ajeno a los sufrimientos de los más
vulnerables, ni está aislado en los cielos, sino que interviene para hacer
justicia.
La voz de los
profetas
Los profetas son
los personajes centrales en la operatividad de la alianza, son los voceros de
Dios, defensor de los pobres no porque sean moralmente buenos, sino porque su
condición clama al cielo. Son duros críticos de una sociedad que ha generado
estructuras de pecado, y promueven un ideal de igualdad y fraternidad. Repudian
un culto que enfatiza los sacrificios, las devociones y hasta las mismas
plegarias si no van acompañadas de la práctica de la justicia. Basta leer a
Oseas y Amós para comprender la furibunda reacción de Dios ante las injusticias
sociales que lastiman a su pueblo.
El lenguaje profético
preludia lo que será la misión de Jesús de Nazaret: “Hace justicia al oprimido
y da pan al hambriento… libera al prisionero y abre los ojos al ciego… endereza
al agobiado… protege al migrante, y sustenta al huérfano y a la viuda…
obstaculiza el camino de los malvados” (Sal 146, 7-8).
Servicio y
solidaridad
Y es que, en
tiempos de Jesús, el pueblo judío estaba dominado por los romanos, y había una
gran división entre ricos y pobres, a causa de la concentración de la tierra en
unas pocas manos. Él se presentará como modelo de servicio y solidaridad (Mt,
20, 28; Jn 13, 1-17), al extremo de dar la vida por los demás (Mt 27, 50; Mc
15, 37; Lc 23, 46; Jn 19, 30). El punto culminante de este sentido social de la
fe, incluso de la salvación, aparece con las obras de misericordia, en la
parábola del juicio final (Mt 25, 31-46).
A Jesús se le
descubre, precisamente, practicando la justicia social, en la solidaridad con
los débiles y marginados, pues pasó su vida acompañándolos. Condenó la conducta
de los fariseos, que se creían justos, pero eran injustos con los demás, y lo
arrestaron y asesinaron por su defensa de los valores del Reino de su Padre: el
amor, la verdad, la paz… y la justicia (Mt 10, 42; 25, 31-46; Mc 9, 37; Lc 10,
25-37; 11, 46; 19, 10).
El Reino y la
Iglesia
De hecho, el
proyecto del Reino de Dios, su predicación y su realización, está atravesado
por la justicia social, por el impacto que debe tener en las relaciones
interpersonales. Esta nueva atmósfera de vida, este paradigma distinto,
constituyó el objetivo principal en la predicación de Jesús.
Si bien es cierto
que el Reino de Dios y la Iglesia no se identifican, esta es sacramento
universal de salvación e instrumento para el crecimiento de ese Reino. Como
continuadora de la misión de Jesús, tiene por misión fundamental anunciar el
Reino y, aunque sea su germen, encuentra ella su plena realización en él.
Si la Iglesia
renunciara a ser sacramento del Reino, es decir, a predicar con palabras y
obras los valores del Reino –la verdad, la paz, el amor y la justicia… social–,
estaría traicionando su misma esencia. No debe extrañarnos, entonces, que los
papas acudan con frecuencia a llamar la atención sobre la importancia de vivir
la justicia social en nuestras relaciones interpersonales. (…)