la argentina a la que la Iglesia Católica le
reconoció dones milagrosos de sanación
René Salomé
Infobae, 03 Dic,
2023
Un día, mientras
caminaba por su Rosario natal, la argentina Leda Bergonzi percibió algo dentro
suyo al ver el rostro de un hombre apoyado sobre la ventanilla de un colectivo.
Algo en esa imagen la llenó de una tristeza nueva, distinta a cualquier emoción
que hubiera sentido antes. Desde entonces, su vida no fue la misma.
Esta mujer, ama de
casa y madre de cinco hijos nacida en 1979, se dio cuenta de que podía percibir
el sufrimiento en las personas y, a través de la oración y la imposición de
manos, aliviar sus heridas. A pesar de ser laica, la Iglesia católica reconoció
sus poderes milagrosos, por lo que miles de peregrinos viajan largas distancias
para recibir sus bendiciones.
Para difundir su
historia, las argentinas Sabrina Ferrarese y Araceli Colombo escribieron Leda.
La fe y la sanación, libro que narra su vida y su historia, conectadas ahora
con las de miles de personas que se acercan en busca de sanación, orientación y
apoyo espiritual.
Escriben las
autoras: “Este relato se centra en el fervor que ha despertado en miles de
personas, los supuestos milagros que se le atribuyen y el crecimiento de su
obra en Rosario y alrededores. Es un testimonio personal que refleja nuestra
mirada hacia esta mujer, en quien reconocemos a una católica devota con la
sorprendente capacidad de transmitir un mensaje renovado de una fe liberadora,
que promueve una transformación profunda en las personas y las invita a vivir
en paz y armonía”.
Un colectivo en
Rosario pasa cargado de gente con destinos inciertos, uno entre los tantos que
cruzan la ciudad, una y otra vez, cada día. Pero en este va sentado un hombre,
de cara a la ventanilla, como si fuese un portarretrato ambulante. Leda camina
por la vereda en ese preciso momento y alcanza a verlo, gracias a la
transparencia del acrílico, en un recorte de tiempo mínimo pero en suspenso. El
coche acelera y se pierde en la calle, y ella se queda paralizada, detenida en
el instante en que hizo contacto visual con ese pasajero. Está agitada y
conmovida porque, increíblemente, acaba de percibir el universo interior de un
desconocido. A lo largo de un puñado de segundos ha podido distinguir su estado
de ánimo sombrío y perturbado, como si hubiese arribado al rincón más íntimo e
inasequible de su ser. Y se puso triste.
Es 2015 y Leda
Bergonzi acaba de experimentar, por primera vez, una cercanía inédita y
espiritual hacia un extraño. Se le ha abierto una puerta hacia las almas, ha
recibido un pase libre al mundo interior ajeno, sin quererlo ni pedirlo. Esta
extraordinaria capacidad le ha sido dada, ha recibido un regalo divino a través
de la oración incesante que eleva de forma cotidiana al Dios de los católicos,
la fe que profesa desde niña. Puede identificar el encuentro espiritual en el
que vibró diferente, revivirlo con los ojos cerrados. Desde entonces, todo fue
distinto, y adentrarse en los corazones dolientes o exultantes para medir sus
latidos se volvió inevitable.
Hoy recuerda ese
suceso matriz en su vida. “Yo ya tenía a mis hijos, mi casa, creía que estaba
con Dios y que estaba todo bien. Pero ese día pude empezar a ver en el otro la
necesidad. Había algo más. Dije: ‘Ya está, lo tengo todo’. Iba caminando por la
calle, me acuerdo así puntualmente, veo a una persona arriba de un colectivo y
sentí tristeza, fue algo raro”, comenta sobre aquel instante que cambiaría
todo.
A pesar de
considerar el origen celestial de estas experiencias inéditas, la primera
reacción fue el rechazo. Todo era muy confuso. Le resultaba incómodo e invasivo
esta especie de asalto a la razón que la sacudía de a ratos. Se daba cuenta de
que nada iba a ser igual y trataba de escapar a ese destino de entrega total
que vislumbraba cada vez que rezaba. El temor era muy grande, pero mayor fue el
llamado a seguir adelante que sintió. “Siempre me sentí incapaz, pero mi anhelo
y mi sed por Él eran muy grandes. Siempre sentí que no tenía capacidad ni
facultad, creía que podían hacerlo aquellos que estaban cultivados, que esto se
estudiaba, que se vivía desde otro lugar”, admite sobre las cavilaciones que la
rodearon cuando percibió aquellas primeras expresiones de los dones concedidos
por Dios, lo que la Iglesia católica denomina carismas.
Poco a poco, el
miedo se fue disipando, gracias además al acompañamiento espiritual de
sacerdotes y el apoyo incondicional de sus compañeros y compañeras de Soplo de
Dios Viviente, el grupo espiritual que conformó no solo para reunirse a orar y
estudiar la Biblia, sino también para ayudar a la gente de los barrios más
humildes de la ciudad y la región.
Junto con ellos,
supo que podría hacerlo, sería puente, lazo y barco. Y vio, en el transcurso de
sus oraciones, que a través de sus manos se iban a gestar cambios
significativos y sustanciales en cuerpos y en almas, modificaciones que, al ser
puestas en palabras, difundidas y esparcidas, la convertirían en una mujer
pública, una figura mística pero laica, a la que muchos insistirían en llamar
“la sanadora”.
¿Quién es Leda?
Leda Bergonzi
nació en 1979 en Rosario, en una familia de clase media de cinco hermanos,
entre los cuales está Aldana, su gemela. Desde muy pequeña cultivó su
espiritualidad, combinando juegos, enseñanzas, picardías y descubrimientos con
muchos momentos dedicados a la oración. Las figuras centrales de la Iglesia
católica — Dios, su hijo Jesús, su madre la Virgen María y el Espíritu Santo—
se integraron a su vida diaria. Como suele suceder en la crianza religiosa, esa
familia sagrada se incorporó a la suya, guiando su pensamiento, sus formas de
comportarse y, por supuesto, su visión del mundo. Aprendió a quererlos, a
sentirlos reales y presentes, a revivirlos mediante las imágenes santas que
había en la casa.
“Tuve una infancia
feliz, rodeada de mi familia, con algunos problemas también”, revela sobre su
niñez esta mujer de 44 años, con aspecto de jovencita, tan llamativa con su
cabello largo, negro y brillante, mirada descansada y una sonrisa blanquísima,
siempre dispuesta a la risa. Nada en su aspecto se condice con los estereotipos
de mujeres devotas, muy vinculados a la virginidad y la inocencia proyectadas
en esculturas y pinturas sacras. Leda es moderna y sexy, se viste a la moda y
se maquilla fuerte. Su hablar es pausado y se permite el tiempo para encontrar
las palabras justas. Se muestra calma, con un aire de cierta distracción, como
si estuviese, de a ratos, en otra parte. Definitivamente, es sencilla y
accesible. Su simplicidad la acerca a la gente, la vuelve un imán.
“Ya de muy chica
empecé a sentir a Dios, creo que me marcó el tener estos encuentros personales,
era mi búsqueda ya de muy chiquitita”.
“Cantábamos en
misa con mis hermanas y amigas”, recuerda. “Esperaba el domingo con mucho
anhelo”, asevera. Como muchas niñas católicas rosarinas de esa época — la
Argentina recuperaba la democracia tras siete años de una dictadura militar
sangrienta y atroz— , asistió al Colegio Misericordia, que por entonces, como
la totalidad de las escuelas de culto, solo aceptaba mujeres. El
establecimiento, que ocupa una manzana en el tradicional bulevar Oroño de la
ciudad, es dirigido por religiosas, monjas que promovieron su educación
dogmática.
Sin embargo, fue
en su hogar donde Leda se empapó de fe. Su madre, practicante y participante de
la vida religiosa en comunidad, fue central al impulsar a las gemelas a cantar
en misa. Ambas, naturalmente dotadas para el canto, pusieron sus voces en temas
musicales que enaltecían a Dios. Así, las hermanas hallaron un modo de contacto
directo con la deidad que les había sido transmitida desde muy chiquitas y, al
mismo tiempo, se hicieron un lugar en la liturgia católica. Pero, sobre todo,
se sumaron a la vida parroquial. Y la Iglesia fue su círculo de pertenencia,
participando en las actividades, haciendo amigos y amigas de su misma fe,
incorporando en su universo un particular sentido de la existencia.
Más allá de su
mamá, cuando Leda vuelve a su infancia, redescubre la importancia de otra mujer
en su camino espiritual. “Tuve una abuela con mucha fe, muy mariana — le rendía
culto a la Virgen María— . Creo que ella fue la que nos sembró esta semillita
de lo que es la búsqueda de Dios”, señala sobre esta “agricultora” de almas que
supo heredarle una creencia radical en la vida de su nieta. Leda creció
absorbiendo el legado espiritual de sus antecesoras, mamando la doctrina
católica incorporada en las pequeñas cosas del ámbito doméstico, descubriendo
un mundo que, en simultáneo, le era relatado desde la religión.
Los años pasaron,
y esa niñez cálida y luminosa se fue apagando. “Tuve una adolescencia difícil”,
asegura Leda sobre su primera juventud. “Es por esto que yo me puedo dirigir a
los jóvenes que van transitando muchos desiertos. La juventud es encontrar
adónde va tu vida, qué es lo que querés, y lo importante es que uno sepa adónde
va”, define. “Entonces, me tocó un momento en mi vida en que yo dije: ‘¿Qué es
lo que quiero?, ¿qué estoy buscando?’. Creo que casi todas las personas buscan
un porvenir, pero cuando llegás a tenerlo, es ahí que descubrís que eso no te
llena. Eso es lo que a mí me hizo ir un poquito más allá”, confía sobre los más
recónditos dilemas que se le presentaron entonces y cómo esas preguntas
existenciales fueron respondidas de la mano de la fe, que había tomado de su
abuela y de su madre.
Leda dejó atrás
ese “desierto” de vivencias áridas, ese trajinar sin descanso, sin techo debajo
del cual guarecerse de un sol impiadoso y, sobre todo, sin brújula para
orientarse. Su Dios, Jesucristo y su devoción especialísima hacia la Virgen
María fueron los faros que encendió para guiarse. Y, así, el río de su fe
volvió al cauce. “Creo en este Dios, que no es solamente una sensación, sino
que es un Dios de mucha respuesta y de mucha presencia. Nunca fue un Dios
ajeno, siempre estuvo cerca, fue tangible para mí. Creo que aquel que no puede
encontrar a Dios ni conocerlo es quien tampoco se dio la posibilidad de
llamarlo, de preguntarle. Es un Dios que está en el templo, pero que también
camina al lado nuestro”, manifiesta.
Este vínculo
estrecho con un Dios omnipresente fue el eje central de su vida, que se fue
modificando y adquiriendo diversos matices. En pocos años tuvo a sus cinco
hijos e hijas — la mayor fue mamá e hizo abuela a Leda— , ya que, al igual que
su madre, quiso tener una familia grande cuando se enamoró de Fabrizio y
decidieron casarse. Se establecieron en la zona sur, pero luego se mudaron a un
terreno en las afueras de la ciudad. Leda se embarcó en un emprendimiento
textil, haciendo malabares entre las obligaciones laborales, los requerimientos
de sus niños y la oración, para ella tan vital como respirar o comer.
Este camino nunca
la apartó de su relación con Dios; por el contrario, encontró en su esposo a un
compañero espiritual, y juntos conformaron el grupo de oración Soplo de Dios
Viviente, una comunidad con la que comparten sus vidas desde hace más de diez
años, reuniéndose semanalmente para cantar y rezar, organizando retiros
espirituales en localidades vecinas y, también, llevando adelante acciones solidarias
entre personas muy necesitadas. “Te introduce en un camino de acción
comunitaria, a la periferia, que es lo que más me atrapó desde siempre, el ver
a Jesús en los pobres”, dice sobre el grupo. Y aclara: “No me refiero a una
carencia de alimentos, sino también a una pobreza espiritual. He estado en
casas que tienen mucho, pero no tienen nada, y he llegado a casas que no tienen
nada y, de repente, con poco, tienen mucho. Entonces, en un mundo de
incertidumbre, nos avasalla el querer o el poseer y nos vamos olvidando de
nosotros. Y eso nos va haciendo apagar esa luz interior, nos enferma, nos enoja
y nos frustra”, considera.
Al igual que
cuando eran chicas, las Bergonzi conviven con su fe y la llevan a la práctica:
sus asuntos “terrenales” se entremezclan con los espirituales, sin separación
ni divergencia. A donde van en nombre de Jesús, llevan a sus familiares y
amigos, y el resto de los integrantes de la comunidad hace lo mismo, haciendo
equilibrio entre las obligaciones y los afectos personales, distribuyendo el
tiempo escaso entre las reuniones del grupo y las tareas de los chicos. Se
mueven en bloque, como un familión que se junta un domingo a almorzar, van y
vienen con sus platos charlando, cada cual a lo suyo, pero unidos
indefectiblemente a los otros.