POR AGUSTÍN DE
BEITIA
La Prensa,
02.04.2023
A nadie puede
sorprender a esta altura el desparpajo con que se presentó otra vez una
exposición de arte blasfema en un país de tradición católica como el nuestro,
ni el consentimiento tácito de las autoridades. Estas ofensas desembozadas no
asombran ya porque son moneda corriente otras formas más sibilinas de socavar
esa fe y el orden social que de ella surge. Pero el desparpajo de unos y la anuencia
de los otros, en todo caso, avanzan, atropellando cualquier posible pataleo,
con la seguridad de que no hay quien se oponga y la certeza de que el
periodismo, llegado el caso, reinterpretará luego las cosas a su favor.
Esto es lo que
sucedió la semana pasada cuando las obras injuriosas hacia Nuestro Señor
Jesucristo y Su Madre expuestas en el rectorado de la Universidad Nacional de
Cuyo (UNCuyo), fueron reducidas a añicos por un pequeño grupo de creyentes.
Esa rebelión es un
signo de hartazgo que debe haber sido registrado. Así lo sugiere el hecho de
que rápidamente se pusiera en marcha una operación de control de daños del
sistema, a cargo de un coro periodístico que salió, como si fuera una sola voz,
a convencernos de que el problema de todo el asunto era la intolerancia… de los
católicos.
De la prensa
sistémica no podía esperarse otra cosa que un silogismo estrafalario. No podía
esperarse, ciertamente, que se indignara contra una muestra feminista. Y esto
por la sencilla razón de que, bueno, es sistémica, y está tomada por esa
ideología hasta el tuétano.
Esta ideología se
ha vuelto una latosa clave de lectura que todo lo impregna, desde libros hasta
películas, desde la cobertura de la actualidad hasta la revisión de hechos
históricos, con el apoyo de los medios de “cretinización” de masas que la
repiten con machacona insistencia.
Lo último que
podía esperarse de esa misma prensa es que se escandalizara ante las gravísimas
ofensas a la fe de los cristianos que expresaban dos de las obras en particular,
creación de la artista mendocina Cristina Pérez. Una de ellas representaba la
Crucifixión, aunque con un cuerpo de mujer desnudo y con cabeza de burro
invertida, nada menos que en plena Cuaresma y con el Viernes Santo a la vista.
La otra era una repugnante injuria a la Santísima Virgen María que no merece
descripción.
Los periodistas no
se detuvieron en esa ofensa porque no quieren interesarse en ellas y, aunque
quisieran, tampoco están ya en condiciones de entenderlas. Algo que pudo verse
con cruda evidencia en los hechos que tuvieron lugar en Mendoza.
“UN EXORCISMO”
Aquellos
periodistas menos ideologizados que se ocuparon del tema, pobres, no atinaron a
describir lo sucedido. Uno de ellos, al intervenir en uno de los programas
radiales de mayor audiencia, balbuceó que un grupo de católicos autoconvocados
había celebrado “una suerte como de misa (sic) en latín y de rodillas”, aunque
minutos después refirió lo ocurrido como “un exorcismo”. Pero, más allá de esta
discrepancia, se percibía una mezcla de estupefacción y anonadamiento en su
comentario que parecía auténtica. Como aquel que ve algo así por primera vez.
Solo algunos
refirieron que se había rezado un Rosario, pero lo más repetido fue que se
trató de un exorcismo protagonizado por “fanáticos”, que luego la emprendieron
contra las obras al grito de “Viva Cristo Rey” y “Viva la Virgen”.
Lo cierto es que,
de Santa Misa, no hubo nada. Apenas una oración de liberación -tampoco un
exorcismo- que pronunció un ex sacerdote, para quitar de ese lugar al demonio
que había llevado a la blasfemia institucional.
La breve oración,
que sí se pronunció en latín y con algunas personas de rodillas, fue: “In
nomine Iesu, praecipio tibi, inmunde spiritus, ut recedas ab hac creature Dei”
(En nombre de Jesús, te mando, espíritu inmundo, que te alejes de esta criatura
de Dios).
No hay que
esforzarse demasiado para darse cuenta de que todo -desde la ofensa artística
hasta el reclamo por carta de miles de católicos escandalizados, y desde las
oraciones hasta la reacción vehemente y apasionada de quienes se lanzaron a
detener el ultraje con sus propias manos-, todo giró en torno a la fe.
Y no es de
extrañar que así fuera porque el feminismo bajo el cual se había organizado la
exposición 8M Manifiestos Visuales, está regido por el pensamiento
anticristiano. Es el orden cristiano, por mucho que se lo quiera llamar
patriarcal, el que les molesta y quieren cambiar.
Lo habían admitido
los creadores de las obras, según consignaron los mismos medios. El objetivo
era exponer obras con "una mirada crítica” sobre la sociedad patriarcal en
busca de una "transformación social y política".
También lo admitió
en las propias barbas del periodismo la artista de la polémica, Cristina Pérez.
Ella dijo que, con su obra titulada El velorio de la cruz quiso mostrar de qué
manera, positiva o negativa, "la Iglesia ha influenciado en nuestras vidas
y en nuestro accionar como mujeres, en lo que determina nuestros
comportamientos, que ha generado tanta desigualdad”.
Al periodismo le
molesta la irreverencia ante el arte manifestada por los católicos porque no le
molesta la mucho más grave irreverencia ante Dios, único que merece reverencia.
Y esto es así por su propia incapacidad de levantar la mirada a los Cielos, por
no tener temor de Dios o, todavía por algo anterior a eso: la mera
incomprensión del fenómeno religioso.
LA CUESTION
RELIGIOSA
Por todo esto la
prensa sistémica no supo reflejar el verdadero corazón de la polémica, que era
una cuestión religiosa. O, más bien, lo escamoteó a sus audiencias a las que
suele embrutecer. Como también escamoteó toda valoración estética.
Porque, además de
blasfemas, las obras en cuestión eran de una fealdad extravagante. Una bazofia
que debería ofender, aunque más no fuere, la más elemental sensibilidad estética.
Esto debería haber generado un debate sobre el arte mismo y sus impostores, que
tanto abundan en el arte contemporáneo.
Pero no. Las
contorsiones que hicieron los medios de cretinización de masas para ocultar
estas dos realidades, les permitieron meterse de lleno en los destrozos, para
así reducir toda la controversia a un asunto de libertad de expresión.
Evitando, otra vez, hablar sobre los límites de esa libertad de expresión.
Planteadas las
cosas en esos términos brutalmente reduccionistas, solo era cuestión de tiempo
hasta que surgiera -como surgió- la esperada comparación entre la indignación
católica y la ira iconoclasta musulmana, o incluso la comparación entre la
indignación católica y el tiroteo de hombres enmascarados y armados con fusiles,
en el semanario satírico francés Charlie Hebdo, por una sátira sobre Mahoma.
Menudo ejercicio
de elongación intelectual de nuestro periodismo. Que en el ataque a Charlie
Hebdo hayan actuado terroristas y que se haya segado la vida de doce personas
resultó, al parecer, apenas un detalle que no menoscaba la comparación para
estos paladines de la honestidad. Tal es el tipo de lindezas que pueden
esperarse de nuestro equilibrado y siempre sosegado periodismo.
Un periodismo que
olvidó hace rato lo que es la irreverencia, el inconformismo, la independencia
de criterio y la rebelión, para entregarse sumiso a los dictados de la
corrección política. Dictados que lo obligan a estar unas veces de un lado y
otras del otro, sin reparar en coherencias ni honestidades.
Así, por ejemplo,
las palabras que brillaron por su ausencia en esta exposición blasfema de
Mendoza fueron “anticatolico” o “cristianofobia”. Pero si una obra de arte
ofendiera a los judíos, el periodismo obediente clamará de inmediato por el
caso flagrante de antisemitismo.
Del mismo modo,
las preguntas que suscitó la presente muestra de arte en el periodismo, tales
como si los indignados católicos ya habían sido identificados o detenidos, si
serían juzgados apropiadamente, si la artista ganará con facilidad un juicio en
tribunales, o si estas reacciones ponen en juego la libertad de expresión, son
todos interrogantes que en una hipotética ofensa contra el judaísmo se
convertirían, ipso facto, en su exacto reverso.
La cuestión
pasaría a ser si la artista ya fue identificada, si ya fue arrestada, si
perderá el juicio y si deben consentirse estas ofensas a un pueblo perseguido,
cuando no surgiría la acusación de nazi.
Pero no hay que
suponer, tampoco, ante ese hipotético caso, que todo se debe a una preferencia
religiosa. Las coordenadas que guían al periodismo son otras: son el poder y el
dinero. Por eso tanta preocupación por saber el valor económico de las obras de
arte destruidas, o la posibilidad de que el seguro pague a la artista, o cuánto
podría sacar en un juicio. El encuadre es horizontal, mundano, y sobre todo
ubicuo. Nada más alejado de cualquier irreverencia.
LA UNIVERSIDAD
Si esto vale para
el periodismo, poco podía esperarse, al parecer, también de la casa de estudios
que albergó la muestra.
Rápida para pedir
un sumario administrativo con el fin de investigar la presunta participación de
docentes y alumnos en la destrucción de las obras de Pérez, se ha hecho notar
en estos días lo lenta y desinteresada que fue en el pasado cuando los
agresores fueron otros. El caso que se menciona es de 2018 y se hace constar
que nadie fue sancionado por destruir una imagen de la Virgen María que estaba
en el predio de la universidad, un daño efectuado bajo consignas laicas y
feministas.
Pero no es tampoco
la primera vez que algo así ocurre en el país. La blasfemia de Cristina Pérez,
fácil modo de abrirse camino en el arte, sigue la misma línea de otro artista
irreligioso como León Ferrari, tan celebrado por el periodismo, y cuya icónica
obra es La civilización occidental y cristiana, que representa a Cristo
crucificado sobre un avión de guerra estadounidense.
Ferrari levantó
ampollas en el 2004 con una retrospectiva que fue considerada blasfema incluso
por el entonces cardenal Jorge Bergoglio, quien sin embargo desalentó las
expresiones públicas de fe en torno al Centro Cultural Recoleta en desagravio.
Claro que el contenido de esa exposición terminó calando hondo en la agenda
pública, que es lo que se espera que ocurra en todos los casos.
El desparpajo
crece. En 2019 una imagen de la Virgen Milagrosa que era expuesta en el Centro
Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en la ex ESMA, fue cubierta con un
pañuelo verde, emblema de la campaña por el aborto.
Y un año antes, el
entonces ministro de Cultura porteño Enrique Avogadro recibió fuertes críticas
por comer una porción de torta que tenía la forma del cuerpo de Cristo y que
estaba expuesta en la Feria de Arte Cotemporáneo Argentina (FACA).
Nos vamos
acostumbrando. El año pasado la blasfemia contra la Virgen María se expresó en
el Teatro Colón, en una adaptación del oratorio Theodora de Handel.
La complicidad
entre artistas, autoridades y medios de “cretinización” de masas, empuja los
límites de lo que es tolerado, como sucede con todas las ideologías que buscan
una ingeniería social.
En esta atmósfera
aplastante que respiramos a diario, viciada de ideología, provocaciones
impunes, embrutecimiento y pensamiento único, no puede esperarse otra cosa que
más letargo y más pérdida de la fe.