Su imposición en la Argentina
Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica – 29/08/20
Se habla habitualmente de
perspectiva de género. Pero tal designación no es la que en realidad
corresponde a esa manera de pensar. Le cabe mejor el nombre de ideología. La
perspectiva es el punto de vista determinado desde el cual los objetos se
presentan al espectador, especialmente cuando están lejos. El discurso sobre el
género es una ideología; así se llama el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza
el pensamiento de una persona, colectividad o época, que en este caso pretende
fijar con ambición de totalidad una posición antropológica, en especial la
relación de la dimensión biológica del ser humano y su comportamiento con la
cultura que lo envuelve y en la cual vive. Con todo, cabría hablar de
perspectiva de género según la acepción 4 que ofrece el Diccionario de la Real
Academia Española: «Apariencia o representación engañosa y falaz de las cosas»,
ya que la abrumadora e invasiva propaganda para imponer ese discurso induce a
tener por cierto lo que no lo es. Por otra parte, el término ideología suele
recibir en el uso una connotación negativa, que en el caso que nos ocupa se
justifica plenamente.
El movimiento feminista, que
desde el siglo XIX abogaba por revalorizar el papel de la mujer en la sociedad,
fue radicalizándose hasta el extremo, asumiendo posturas contrarias a la
identidad femenina hasta despreciarla completamente. Muchas veces he citado a
Simone de Beauvoir, una de las más destacadas protagonistas del movimiento:
«Mujer no se nace, se hace». Según ella, la mujer es un término medio «entre el
macho y el castrado». De esos planteos procede la ideología de género.
Según esta manera de pensar,
claramente expresada por sus autores y fautores, las diferencias biológicas,
psicológicas y espirituales entre varones y mujeres, no cuentan; lo decisivo es
lo que cada uno siente y quiere ser. No existe una naturaleza humana, una
naturaleza de la persona varón que establece la condición varonil, y una
naturaleza de la persona mujer, de la que se sigue la condición femenina. No
hay dos sexos, varones y mujeres, sino diversos géneros según la percepción
subjetiva de cada persona; el número de géneros es variable, y ha ido
aumentando en virtud de una inventiva extravagante. El Estado debería reconocer
la decisión de cada uno de cambiar su sexo por el género autopercibido,
apoyarlo y dotarlo de un nuevo documento de identidad que oficialice su nueva
situación en la sociedad. Lo decisivo sería la cultura, que modela y construye
el rol a desempeñar según nuevos paradigmas en los que el sexo y la
configuración corporal correspondiente es desplazado por la autopercepción
subjetiva que lleva a cambiar libremente lo recibido de la naturaleza. Cada uno
sería no lo que es, sino lo que autopercibe que es; además, dispone del recurso
a la cirujía o a la ingestión de hormonas.
En la ideología de género se
desposan el constructivismo gnoseológico, moral y social, y la dialéctica
marxista, presente en la oposición agresiva varón - mujer propia del feminismo
extremo y en la antinatural superación de la duplicidad humana originaria, en
el invento subjetivista de los géneros. La naturaleza que nos ha sido dada está
bien hecha: el cuerpo del varón y el de la mujer ajustan perfectamente el uno
en el otro, y también sus almas. Esta es la realidad de la creación.
Un eminente biblista, el
padre Horacio Bojorge, SJ, en su libro «Varón y mujer. Entre designio divino y
abolición demoníaca», establece la traducción correcta del texto hebreo del
versículo 18 del segundo capítulo del Génesis, que hay que leer: «No es
conveniente que el ser humano (Adam) conste de uno solo, le haré un
complemento». Según este bellísimo pasaje, así discurre el Creador consigo
mismo al sacar de la nada al hombre. El varón, ish, y la mujer, ishah (varona)
constituyen una unidad complementaria (cf. Gén 2, 23). En la catedral de
Monreale (Sicilia), un mosaico del siglo XIII registra la escena: el Creador
toma de la mano a la mujer y la presenta al varón, que la recibe con los brazos
abiertos; «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!». Es
notoria la expresión de gozo; uno y otra participan de la misma condición y
destino, el amor y el atractivo mutuos fundan la naturaleza originaria de la
familia.
En la Sagrada Escritura se
encuentra la fuente de la auténtica dignificación de la mujer, que es, en la
historia obra del cristianismo. San Pablo enuncia una ley en la que reluce una
especie de feliz «simetría asimétrica». Dice el Apóstol: «Las mujeres deben
respetar a sus maridos»; «maridos, amen a su esposa» (Ef 5, 22), «como a su
propio cuerpo» (ib. 28), porque «el que ama a su esposa se ama a sí mismo». Los
esposos han de vivir sometidos el uno al otro, en una reciprocidad que atiende
a la identidad propia del varón y de la mujer; el verbo empleado es hypotásso,
que significa subordinarse, referirse uno al otro, como poniéndose detrás, en
su seguimiento. Respetar, reverenciar, tomar en consideración, se expresa con
el verbo phobéo, temer. Amar, la obligación del marido, no se refiere al
sentimiento natural o a la pasión, sino al amor cristiano, a la caridad que es
participación en el amor de Dios; el verbo agapân es el mismo que expresa el
amor de Cristo por la Iglesia, que le está sometida (hypotássetai). El
matrimonio, concluye el Apóstol, es un gran misterio (tò mysterion toûto méga
estín, Ef 5, 32), es la realidad divino-humana del sacramento.
La tradición cristiana ha
desarrollado estos principios a lo largo de los siglos, encarnándolos en la
cultura de las distintas épocas, en situaciones muchas veces azarosas. Juan
Pablo II ha ofrecido a la Iglesia y al mundo contemporáneo un amplio magisterio
sobre el amor esponsal y la sexualidad humana, y abordó el desafío de los
feminismos en su encíclica Mulieris dignitatem. Cito finalmente un pasaje del
discurso que el Papa Pío XII dirigió a los recién casados en una audiencia del
11 de marzo de 1942: «La esposa viene a ser como el sol que ilumina a la
familia... Sí, la esposa y la madre es el sol de la familia. Es el sol con su
generosidad y abnegación, con su constante prontitud, con su delicadeza
vigilante y previsora en todo cuanto puede alegrar la vida a su marido y a sus
hijos. Ella difunde en torno a sí luz y calor; y si suele decirse de un matrimonio
que es feliz cuando cada uno de los cónyuges, al contraerlo, se consagra a
hacer feliz, no a sí mismo, sino al otro, este noble sentimiento e intención,
aunque los obligue a ambos, es sin embargo virtud principal de la mujer, que le
nace con las palpitaciones de madre y con la madurez del corazón; madurez que,
si recibe amarguras, no quiere dar sino alegrías; si recibe humillaciones, no
quiere devolver, sino dignidad y respeto, semejante al sol que con sus albores
alegra la nebulosa mañana, y dora las nubes con los rayos de su ocaso». ¿Qué ha
quedado de esas bellas realidades al cabo de 75 u 80 años?.
La ideología de género
representa una última etapa del proceso de descristianización y deshumanización
de la cultura y la sociedad; aborrece el matrimonio, la familia, el hogar, y
masculiniza a la mujer, desfigurando su identidad. Significa destrucción,
ruina.
La abolición del hombre,
sobre la que escribió bellamente Clive Staples Lewis, se cumple en la ideología
de género. Bojorge habla de «abolición demoníaca», y con toda razón. Hay mucho
de misterioso en el proceso moderno de desacralización del varón y la mujer,
del sexo, la familia y la sociedad. Desacralización equivale a deshumanización.
Detrás de esos conatos, inspirándolos, se encuentra aquel que es «homicida
desde el principio» (anthropoktónos, asesino del hombre), «mentiroso (pséustes)
y padre de la mentira» (Jn 8, 44), como lo llama Jesús.
Joseph Ratzinger - Benedicto
XVI escribió en su libro La sal de la tierra:
«La pretendida revolución
contra las formas históricas de la sexualidad culmina en una revolución contra
los presupuestos biológicos. Ya no admite que la naturaleza tenga algo que
decir, es mejor que el hombre pueda modelarse a su gusto, tiene que liberarse
de cualquier presupuesto de su ser: el ser humano tiene que hacerse a sí mismo
según lo que él quiera, solo de ese modo será libre y liberado. Todo esto, en
el fondo, disimula una insurrección del hombre contra los límites que lleva
consigo como ser biológico: se opone, en último extremo, a ser criatura. El ser
humano tiene que ser su propio creador, versión moderna de aquel seréis como
dioses: tiene que ser como Dios».
El pontífice señala también
que la ideología de género es «la última rebelión de la criatura contra el
Creador», y tiene una consecuencia inmediata en el orden cultural y de la
organización social: al repudio de la dualidad natural varon - mujer se sigue la
negación de la realidad natural de la familia, que no es una invención cultural
de la evolución histórica, sino un dato originario, obra de la creación de
Dios.
Si no existe una naturaleza
humana, tampoco hay comportamientos objetivos universalmente válidos,
preceptuados por una ley inscripta en la conciencia del hombre en la que se
expresa su dignidad. La cultura que se va imponiendo globalmente y que cuenta
con medios poderosos para su difusión, intenta la destrucción de la familia
especialmente promoviendo la homosexualidad, y suscitando la curiosidad de los
jóvenes de probar nuevas experiencias en un contexto de «revolución sexual». Es
una nueva versión de la vida pagana que reprochaba ya el Apóstol Pablo como
pasiones ignominiosas (páthē atimías), inversión del uso natural (ten physiken
jresin), en el contrario a la naturaleza (parà phýsin), obrando torpezas
varones con varones (ársenes en ársesin), Rom 1, 26s; igualmente señalaba entre
otros desvíos el de los afeminados (malakói) y pervertidos (arsenokôitai,
literalmente: «varones que tienen coito con varones»), 1 Cor 6, 9. Recurro,
para actualizar estos juicios, a una autoridad insospechable, Sigmund Freud,
quien en en «Introducción al psicoanálisis» califica de perversiones e
impudicias, entre otras conductas, a la sodomía y el onanismo, porque frustran
la finalidad principal de la actuación sexual, la comunicación de la vida. La
estrategia a nivel mundial incluye inocultables designios políticos, la
imposición imperialista del reino de la sinrazón, de los cuales los dirigentes
de las naciones se hacen cómplices por interés, ignorancia, negligencia o
malicia.
En la Argentina, el
presidente anterior, hablando ante un grupo de mujeres del G20, proclamó que en
nuestro país «rige transversalmente la ideología de género» (él dijo
«perspectiva»), y se jactó de haber sucitado el debate para una legalización
plena del aborto. Transversalmente: en todo el territorio, en todas las
actividades. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires, declarada gay friendly,marcha a
la cabeza en la promoción de la homosexualidad por la decisión de su gobierno.
El Estado argentino se
caracteriza desde hace décadas, y con gobiernos de diverso signo partidario,
por una inclinación al autoritarismo, aun en contra de los derechos y garantías
tutelados por la Constitución Nacional. Con el gobierno actual, la inclinación
al autoritarismo se ha agravado como pretensión totalitaria; la consigna es
«¡Vamos por todo!». El Episcopado ha sido muy sensible y activo en la denuncia
de las situaciones de pobreza e indigencia, que han crecido enormemente en el
período democrático que va de 1983 a la actualidad, cuando el índice se acerca
al 50 por ciento de la población; en un país que podría alimentar a
cuatrocientos millones de personas. La escandalosa corrupción de los
funcionarios y de los amigos del poder, el peso del aparato estatal y el costo
de la política son causa principal de la decadencia argentina. En mi opinión,
los colegas no han mostrado la misma preocupación por las cuestiones antes señaladas,
los problemas de moral social, la cultura, el laicismo agresivo del Estado y
los avances contra la libertad de educación y de culto, esta última gravemente
menoscabada so pretexto de cuidar la salud de la población con motivo de la
pandemia que sufrimos.
Dentro de la burocracia
estatal contamos con un Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, en cuyo
ámbito funciona una Secretaría para la Promoción de Masculinidades (!). Como si
la dicha burocracia no fuera frondosa ya, y de elevadísimo costo, acaba de
crearse un Gabinete Nacional para la Transversalización de las Políticas de
Género, cuya finalidad es «garantizar la incorporación de la perspectiva de
género en el diseño e implementación de las políticas públicas nacionales», que
incluirá tanto el componente presupuestario como de gestión y ejecución«. Pero
existen otras iniciativas que responden a la misma intencionalidad, algunas de
ellas ya concretadas y en plena vigencia.
Se ha tornado obligatorio el
uso del así llamado »lenguaje inclusivo« en documentos públicos. El Presidente
de la Nación, que carece del sentido del ridículo, habla de »todos, todas y
todes«, y cuando se dirige a los jóvenes los llama »chicos, chicas y chiques«.
Ideología e ignorancia marchan de la mano. El masculino es en español »género
no marcado«; en la designación de personas y animales, los sustantivos de
género masculino se emplean para referirse a los individuos de ese sexo, pero
también para designar a toda la especie, sin distinción de sexos, sea en
singular o en plural. El uso genérico del masculino incluye a los individuos
femeninos. Existe una tendencia en el lenguaje político, administrativo y
periodístico a construir series de sustantivos de persona que manifiesten los
dos géneros y así usar un circunloquio innecesario, por ejemplo: argentinos y
argentinas, sin advertir que el empleo del género no marcado es suficientemente
explícito para abarcar a los individuos de uno y otro sexo. Pero »todes« y
»chiques« no existen en nuestra lengua.
En una reciente nota editorial,
el diario »La Nación«, de Buenos AireS, revela los proyectos del actual
gobierno para imponer la ideología de género, con el pretexto de la »ampliación
de derechos de diversas minorías«. Ya rige la obligación de un cupo femenino
del 50 por ciento en las listas de candidatos a cargos electivos. Podría uno
preguntarse por qué limitar esa participación si hubiere, por ejemplo, un 75
por ciento de mujeres más capaces que los varones para desempeñar la función
legislativa, teniendo en cuenta que la Constitución Nacional, en su artículo
16, prescribe que todos los habitantes de la Nación Argentina »son iguales ante
la ley y admisibles en los empleos sin otra condición que la idoneidad«. Hay
proyectos parlamentarios tendientes a garantizar otros derechos a las minorías
sexuales.
El partido de la oposición
presentó un proyecto para sumar a las categorías de »hombre« y »mujer« en el
Docimento Nacional de Identidad otra no binaria cuyo nombre aún no fue
determinado; por su parte, el oficialismo impulsa una ley integral de
transgénero. La Secretaría General de la Presidencia de la Nación ha elaborado
un protocolo para incorporar la perspectiva de género a las audiencias
presidenciales. »De ahora en más -leemos en el editorial de «La Nación»- se
exigirá que quienes se entrevisten con el jefe del Estado en un número mayor de
cuatro personas deberán asegurar la participación de al menos el 33 por ciento
de mujeres y de LGBT en esa comitiva. Si la representación no cumpliera con
esos requisitos, oficialmente se les recordará tal exigencia para que realicen
las modificaciones necesarias«.
Esta delirante disposición
muestra la influencia del lobby LGBT en la estructura del Estado, en la cual se
ha infiltrado. La Inspección General de Justicia ha impuesto una decisión inconstitucional
que viola el derecho de asociarse libremente: todas las sociedades y entidades
sin fines de lucro por crearse deberán integrar en sus directorios o cuerpos
una cuota de mujeres idéntica a la de hombres. Sigue el malévolo absurdo: el
Banco Nación deberá cubrir, al menos, el uno por ciento de su planta de
empleados con personas travestis, transexuales y transgénero durante los
próximos procesos de selección de personal. De manera escalonada, ese
porcentaje deberá llegar al cinco por ciento del total de ingresantes por
semestre. El editorial que he citado concluye, sensatamente, »que no se imponga
lo que debe surgir naturalmente de una base sociocultural debidamente
desarrollada, tendiente a asegurar que cualquier persona se postule por sus
méritosy no por su condición sexual«. Conclusión mía: si se cumpliera el único
requisito constitucional, probablemente la Argentina no se vería hundida en la
miseria, el atraso y la corrupción como lo está hoy.
Paso a considerar ahora el
problema de la educación sexual, ámbito en el cual desde hace por lo menos una
década campean el constructivismo gnoseológico y la ideología de género, una
situación que se ha ido agravando progresivamente por las presiones
totalitarias del Estado. Se ha divulgado muchas veces que la Iglesia está en
contra de la educación sexual. Es esta una afirmación calumniosa e interesada.
Lo que no podemos aceptar, obviamente, es que un aspecto fundamental de la
formación de la personalidad se reduzca a transmitir información parcializada, y
a instruir sobre el «cuidado» que consiste en el uso de anticonceptivos y
preservativos, para animar a los adolescentes a fornicar alegremente. Se la
llama Educación Sexual Integral (ESI), pero con mayor exactitud debería
llamarse Perversión Sexual Integral (PSI), ya que al constructivismo se suma la
ideología de género, negadora de la naturaleza humana y promotora de las
aberraciones sexuales.
En la Provincia de Buenos
Aires, la ley 14.744, sancionada hace casi una década, fue agravada por
disposiciones ulteriores. Los ministros de Educación y los legisladores ignoran
la Constitución provincial, vigente desde 1994, que en su artículo 199
prescribe: »Los escolares bonaerenses deberán recibir una educación integral,
de sentido trascendente y según los principios de la moral cristiana,
respetando la libertad de conciencia«. La norma vale, por supuesto, para los
establecimientos estatales, donde nunca ha sido respetada; y en cambio son
continuas las presiones sobre las escuelas y colegios católicos poniendo obstáculos
para el desarrollo de una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y
la familia. Pero reconozcamos que la grave crisis de la Iglesia, con la
archiconocida difusión de errores dogmáticos y morales, hace difícil muchas
veces el cumplimiento de ese ideal irrenunciable en nuestras instituciones de
enseñanza. Contemporáneamente, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (la
Capital Federal) se puso en circulación un programa de internet titulado »Chau
tabú«; el »tabú« es la concepción natural y cristiana de la sexualidad. El
autor del engendro ha sido un conocido militante gay.
Si ha de tratarse de
verdadera educación, y si esa temática debe extenderse transversalmente a
varias materias del currículo, tiene que fundamentarse en una concepción integral
de la persona humana, su dimensión ética y las finalidades esenciales de la
función sexual. Lamentablemente, también en esta área se desliza el
constructivismo: la sexualidad suele ser presentada como una construcción
histórica y sociocultural, según la ideología de género, con desprecio de la
unidad viviente que es el ser humano, varón o mujer, unidad en la que se
verifica una continuidad entre la esfera biológica, la dimensión psicológica y
la espiritual. Sobre esta estructura de la Creación se apoya el don de la
gracia, que la eleva al plano sobrenatural y otorga fuerzas para vencer la
entropía, las vueltas del pecado. El influjo de los medios de comunicación es
deletéreo, ahora agravado por el anonimato y la extensión sin límites de las
redes; el acceso a la pornografía está a la mano de los niños, a través del
telefonito o la táblet. Los artistas y las periodistas se suman a la difusión
del mal, salvo raras excepciones.
Las disposiciones oficiales
proponen para la educación sexual escolar un »enfoque de derechos« -así lo
proclaman- es decir, se presenta a los niños y adolescentes el »derecho al
sexo« como un derecho humano, y concretamente, a decidir tener o no tener
relaciones sexuales libres de todo tipo de coerción, y a no sufrir ninguna
consecuencia indeseada de esas relaciones. Ni amor, ni responsabilidad, ni
matrimonio, ni familia como proyecto de vida. No se puede aceptar, asimismo,
que el Estado se arrogue la potestad de entrometerse en un ámbito tan íntimo de
la formación personal sin la participación de los padres de los alumnos. Pienso
singularmente y con viva preocupación, en los niños y adolescentes que
frecuentan las escuelas de gestión estatal, muchísimos de ellos bautizados, de
cuya suerte los pastores de la Iglesia no pueden desentenderse. Todo se
complica a causa del desbarajuste de la realidad familiar, las frecuentes
separaciones y divorcios, que dejan un tendal de huérfanos de padres vivos.
Añádanse los efectos culturales del »matrimonio igualitario«, la adopción de
niños por parejas del mismo sexo, y la fabricación de hijos mediante la
donación o compra de gametos y el alquiler de vientres. No se me oculta que las
calamidades señaladas existen en muchos países del mundo, que algún día fueron
cristianos, pero la impávida constatación del »mal de muchos« solo sirve como
»consuelo de zonzos. ¡Qué paradoja: tenemos que admirar al Islam, que conserva
el respeto a la realidad de la Creación!.
El totalitarismo del
gobierno argentino incluye una policía del pensamiento, el Instituto Nacional
de la Antidiscriminación (INADI), que ya existía bajo gobiernos anteriores,
invariablemente dirigido por gente de izquierda. Por lo que acabo de escribir,
yo podría ser denunciado ante este organismo, y eventualmente ser sometido a
juicio e ir a parar a la cárcel. Después de todo, me resultaría divertido.
+ Héctor Aguer, arzobispo de
La Plata
Viernes 28 de agosto de
2020.
Memoria de San Agustín,
Obispo y Doctor de la Iglesia.