En
este caso se verifica una confirmación de un problema más amplio: el Estado
argentino padece una congénita inclinación al autoritarismo, que con el actual
gobierno se desliza hacia el totalitarismo; a sus partidarios se les atribuye
el lema «¡vamos por todo!».
Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica– 21/09/20
Parece inevitable, si se juzga con objetividad, reconocer que la política sanitaria impuesta para enfrentar la pandemia en la Argentina, no ha logrado los resultados que sus autores esperaban. Se encerró prematuramente a la población cuando los contagios masivos no existían, y al cabo de medio año, cuando se registra un pico temible de la difusión del virus, aunque con devaneos, con idas y vueltas, aflojan la presión porque la gente no soporta más una cuarentena tan larga, y no se pueden negar las consecuencias desastrosas para la economía, con las repercusiones sociales correspondientes. Los expertos señalan asimismo daños psicológicos serios. Los varios y extendidos «banderazos», un tipo nuevo y originalísimo de manifestación haciendo flamear en las protestas nuestra enseña patria, han proclamado el hartazgo.
En este caso se verifica una
confirmación de un problema más amplio: el Estado argentino padece una
congénita inclinación al autoritarismo, que con el actual gobierno se desliza
hacia el totalitarismo; a sus partidarios se les atribuye el lema «¡vamos por
todo!». Se han jactado de un acierto inexistente en el propósito de cuidar
nuestra salud. Además, ya no vivimos en la República Argentina, sino en
Argentina Presidencia, como se dice en los anuncios oficiales. Con el Congreso
y la Justicia en cuarentena, somos gobernados por el Poder Ejecutivo mediante
«decretos de necesidad y urgencia» (DNU), en sus manos, a su arbitrio, han
quedado los derechos y garantías que la Constitución reconoce a los ciudadanos,
como si la emergencia sanitaria pudiera justificar su conculcación. Ya no hay
Estado de Derecho; más allá de otros numerosos desquicios, solo por ese
desprecio de los valores elementales de una sociedad democrática, se podría
decir que estamos viviendo al margen de la ley.
En esta nota deseo ocuparme
del significado de las recientes disposiciones que limitan la libertad de
culto; las mismas afectan a las actividades de todas las religiones, pero
adquieren una especial relevancia las que atentan contra un precepto
constitucional. Los constituyentes de 1853 eligieron, respecto de la presencia
religiosa en la sociedad, una fórmula intermedia entre la que consagra un
Estado confesional y la definición de un Estado laico o ateo. El artículo 2 de
nuestra Carta Magna establece que el Estado nacional sostiene el culto
católico, apostólico y romano. El verbo, que ha sido objeto de numerosas
interpretaciones y discusiones, no se limita al apoyo económico. Este ocupa un
lugar ínfimo en el presupuesto nacional, y tal aporte financiero cubre una
porción pequeñísima del gasto total de la Iglesia. Sostiene significa apoya,
promueve, facilita su difusión. Es muy poco conocida una explicación de Juan
Bautista Alberdi, el autor de las «Bases», que aquí reproduzco ad sensum: «El
Estado no puede sostener un culto que no es el propio». Estas palabras expresan
un hecho histórico: la Argentina es un país católico; el artículo 2 se ha
conservado en todas las reformas del texto constitucional.
Aun considerando el
menoscabo evidente de la presencia católica en la vida nacional, la razón
histórica no ha perdido valor, y se manifiesta en diversas circunstancias de
modo sorprendente; puede afirmarse que en algunas provincias sobrevive la
Argentina profunda. Un caso por demás interesante es el de la Provincia de
Buenos Aires; en la Constitución bonaerense, promulgada en 1994, el artículo
199 reza: «Los escolares bonaerenses recibirán una educación integral, de
sentido trascendente y según los principios de la moral cristiana, respetando
la libertad de conciencia». Me consta que los políticos en general, incluyendo
ministros y legisladores, ignoran esa disposición, que nunca se ha cumplido, y
que se refiere obviamente en primer lugar a las escuelas de gestión estatal.
El actual gobierno se
atribuye la misión de cuidar nuestra salud física, y en función de este fin
desconoce las exigencias de la salud espiritual de la población, la dimensión
religiosa de la vida humana y de toda sociedad, tal como se advierte con
claridad en el estudio de la historia y la fenomenología de las religiones. Un
contraste digno de ser notado es el que surge de la comparación con los Estados
Unidos de Norteamérica, un país plurireligioso. Allí, el Día Nacional dedicado
a la Oración, el actual presidente exhortó a los ciudadanos a rezar pidiendo a
Dios que nos libre de la pandemia que sufrimos. Aquí, en cambio, se ordena
cerrar los templos; luego se permite abrirlos unas pocas horas para que se
pueda rezar desde afuera, pero no se autoriza a celebrar el culto divino,
porque esa no es una «actividad esencial». No lo es, sin duda, para los ateos
que nos gobiernan -sean teóricos, prácticos o ambas cosas, y aun bautizados-
pero lo es, por cierto, para buena parte de la población.
El caso concreto de la
libertad de los católicos para celebrar la Santa Misa y los demás sacramentos,
se inscribe en el marco más amplio del derecho humano a la libertad religiosa,
que resulta también restringido. La posición oficial es arbitraria e insensata.
En buena parte de nuestros templos, si no en la mayor de ellos, se podría
participar de la Misa cumpliendo los protocolos establecidos de la distancia a
guardar entre las personas que asistan; otro recurso sería -donde pueda hacerse
merced a la disponibilidad sacerdotal- duplicar el número de misas dominicales.
En algunos lugares se hace, eludiendo la vigilancia desplegada; gracias a Dios
hay sacerdotes que con discreción, con prudencia sobrenatural, ofrecen a los
fieles esta solución. ¡No es lo mismo la Misa por internet!.
La desvalorización del
precepto dominical -ya es sabido que no obliga ante la imposibilidad de cumplirlo-
puede inspirar para después de la pandemia una cierta confusión, sobre todo
teniendo en cuenta que en nuestro país la inmensa mayoría de los bautizados en
la Iglesia Católica no va a Misa, y desconoce lo que significa la práctica de
una vida eucarística. Acerca de los demás sacramentos, la prohibición del culto
divino ha obstaculizado la atención espiritual de enfermos graves, lo cual no
asombra si la insensibilidad de las autoridades ha impedido a un padre de
familia despedir a su hija moribunda, caso que tuvo una fuerte repercusión en
los medios, y que ha causado oleadas de indignación. Corresponde recordar aquí
que, según la doctrina de la Iglesia, la Unción de los Enfermos confiere una
«asistencia del Señor que por la fuerza de su Espíritu quiere conducir al
enfermo a la curación del alma, pero también a la del cuerpo, si tal es la
voluntad de Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2520).
Con toda razón, y según los
antecedentes ideológicos de la mayoría de los partidos y movimientos políticos,
se puede temer un nuevo conato del laicismo, que desde fines del siglo XIX -y,
sobre todo, por la infiltración amplia y penetrante de la masonería- ha
acompañado el desarrollo de la sociedad argentina, potenciado por la carencia
de suficientes recursos de evangelización y la ausencia de la Iglesia en los
principales ámbitos donde se gestan las vigencias culturales.
Los católicos no podemos
aceptar la expulsión de Dios de la vida social; contamos con la clara enseñanza
del Concilio Vaticano II. Por ejemplo: «A los laicos corresponde, por propia
vocación, tratar de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales
y ordenándolos según Dios (Lumen gentium, 31). »Es papel de los laicos en las
estructuras humanas conocer la íntima naturaleza de todas las criaturas, su
valor y su ordenación a la gloria de Dios (ib)«. »Tengan presente que en
cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que
ninguna acción humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al
imperio de Dios« (ib). »Así como ha de reconocerse que la ciudad terrena,
justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios
propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende
construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión« (ib).
»Es obligación de toda la
Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer
rectamente todo el orden temporal y ordenarlo a Dios por Jesucristo«
(Apostolicam actuositatem, 7). »Hay que instaurar el orden temporal de tal
forma que salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios
superiores de la vida cristiana« (ib.). Esta enseñanza es la proyección de un
principio de fe: la soberanía universal de Cristo, que es »primogénito« (
prōtotokos) de toda la creación, en quien todo ha sido fundado; Él existe antes
que todas las cosas, y todo subsiste (synéstēken) en Él (Col 1, 15.17). De esta
verdad central de la fe cristiana se sigue una weltanschauung, una visión del
mundo, que se concreta en la Doctrina Social expuesta modernamente en las
encíclicas pontificias. El cristianismo podría, debería, hacerse presente en
nuestra sociedad de un modo nuevo, como una fuerza vital en la vida de la
comunidad nacional; pero solamente una profunda evangelización en consonancia
con la auténtica misión eclesial, podría manifestarse como eficaz
inculturación, en beneficio de todo el país.
Muchos sacerdotes han
quedado sorprendidos y disgustados por lo que consideran lenidad, blandura
complaciente, de los responsables de la Iglesia, y falta de prudente inventiva
para proponer alternativas ante los avances totalitarios del gobierno. San
Agustín definía así su magisterio: «Amonestar a quien siembra discordias,
consolar a los pusilánimes, refutar a los adversarios». Los sacerdotes y fieles
aludidos opinan que los organismos episcopales que el gran público y los medios
de comunicación identifican sin más con la Iglesia, han quedado descolocados
ante las iniciativas oficiales. En esta circunstancia particular, según aquellos,
se ha puesto a la vista un problema más profundo, la real eficiencia de una
organización que tiene mucho de aparente y convencional.
Felizmente, en no pocos
lugares hay sacerdotes -lo reitero- y fieles laicos que comprenden cabalmente
el sentido de la libertad cristiana, y se han forjado una idea correcta,
realista, de las necesidades de la evangelización y sus aspectos culturales y sociales;
no renuncian a la aspiración de difundir una cultura cristiana. Lo hemos visto
en las manifestaciones en defensa de los niños por nacer. En este punto, en la
vindicación del derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural,
las relaciones ecuménicas e interreligiosas permiten articular un frente común
con cristianos de otras confesiones, y grupos judíos y musulmanes.
En el futuro, el gran
desafío será hacer presente a Dios y a la dimensión religiosa de la vida en la
sociedad argentina, para que la existencia de los ciudadanos no quede encerrada
de un inmanentismo que cercena su referencia a un destino trascendente. Como
sugería anteriormente, ese propósito sólo podrá realizarse en los hechos
mediante el anuncio de Cristo, y su Evangelio, en consonancia con la auténtica
misión eclesial. Sería algo así como devolver, con creces, lo que mezquinamente
la Iglesia recibe gracias al »sostiene«.
Estoy concluyendo este
artículo cuando recibo la noticia de que la cuarentena continuará por otras tres
semanas, pero que en otro gesto de apertura »se podrían realizar celebraciones
de culto, ¡con no más de 20 personas!. Otra intromisión ridícula; ¿por qué no
15, o 25?.
Héctor Aguer, arzobispo
emérito de La Plata