Agenda Social, del Consejo Justicia y Paz, 2000
ARTÍCULO CUATRO
I. LA CENTRALIDAD
DE LA PERSONA HUMANA
118. El principio
capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre en
necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el
hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un
orden sobrenatural. (Mater et Magistra, n. 219)
119. También en la
vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona
humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es
el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social. (Gaudium et
Spes, n. 63)
120. El hombre en
su realidad singular (porque es "persona") tiene una historia propia
de su vida y sobre todo una historia propia de su alma. El hombre, conforme a
la apertura interior de su espíritu y al mismo tiempo a tantas y tan diversas
necesidades de su cuerpo y de su existencia temporal, escribe esta historia
suya personal por medio de numerosos lazos, contactos, situaciones, estructuras
sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo hace desde el primer momento de
su existencia sobre la tierra, desde el momento de su concepción y de su
nacimiento. El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y
a la vez de su ser comunitario y social-en el ámbito de la propia familia, en
el ámbito de la sociedad y de contextos tan diversos, en el ámbito de la propia
nación, o pueblo (y posiblemente sólo aún del clan o tribu), en el ámbito de
toda la humanidad- este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer
en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la
Iglesia, camino trazado por Cristo mismo vía que inmutablemente conduce a
través del misterio de la Encarnación y de la Redención. (Redemptor Hominis, n.
14)
121. Fundamento y
fin del orden social es la persona humana, como sujeto de derechos
inalienables, que no recibe desde fuera sino que brotan de su misma naturaleza;
nada ni nadie puede destruirlos; ninguna constricción externa puede anularlos,
porque tienen su raíz en lo que es más profundamente humano. De modo análogo,
la persona no se agota en los condicionamientos sociales, culturales e
históricos, pues es propio del hombre, que tiene un alma espiritual, tender
hacia un fin que trasciende las condiciones mudables de su existencia. Ninguna
potestad humana puede oponerse a la realización del hombre como persona.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1988, n. 1)
II. LA SOCIEDAD
FUNDADA EN LA VERDAD
122. Por eso, la
convivencia civil sólo puede juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la
dignidad humana si se funda en la verdad. Es una advertencia del apóstol San
Palo: "Despojándoos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo,
pues que todos somos miembros unos de otros" (Efe 4, 25). Esto ocurrirá,
ciertamente, cuando cada cual reconozca, en la debida forma, los derechos que
le son propios y los deberes que tiene para con los demás. (Pacem in Terris, n.
35)
123. Sólo Dios, el
Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la
moralidad, y por tanto de los mandamientos, en particular los negativos, que
prohiben siempre y en todo caso el comportamiento y los actos incompatibles con
la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y el bien moral se
encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del
hombre creado y redimido por él. Unicamente sobre esta verdad es posible
construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que
la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas de totalitarismo
para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona. "El
totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no
existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su
plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice
relaciones justas entre los hombres" (CA, n. 44). (Veritatis Splendor, n.
99)
124. Hay que
establecer como primer principio que las relaciones internacionales deben
regirse por la verdad. Ahora bien, la verdad exige que en estas relaciones se
evite toda discriminación racial y que, por consiguiente, se reconozca como
principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales
en dignidad natural. De donde se sigue que cada una de ellas tiene derecho a la
existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este desarrollo
y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar todo lo
anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la buena fama
y a que se le rindan los debidos honores. (Pacem in Terris, n. 86)
125. A la luz de
la fe, la solidaridad tiende a superarse a sí mima, al revestirse de las
dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y
reconciliación. Entonces el prójimo no es solamente un ser humano con sus
derechos y su igualdad fundamental con todos, sino que se convierte en la
imagen viva de Dios Padre, rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo
la acción permanente del Espíritu Santo. Por tanto, debe ser amado, aunque sea
enemigo, con el mismo amor con que le ama el Señor, y por él se debe estar
dispuesto al sacrificio, incluso extremo: "dar la vida por los
hermanos" (cf. 1 Jn 3, 16). Entonces la conciencia de la paternidad común
de Dios, de la hermandad de todos los hombres de Cristo, "hijos en el
Hijo", de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá
a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Por
encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe
a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe
inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad,
reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres Personas, es lo que los
cristianos expresamos con la palabra "comunión", Esta comunión,
específicamente cristiana, celosamente custodiada, extendida y enriquecida con
la ayuda del Señor, es el alma de la vocación de la Iglesia a ser "sacramento",
en el sentido ya indicado. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 40)
III. SOLIDARIDAD
126. Esta no es,
pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o
lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos
seamos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en la
firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es aquel afán de
ganancia y aquella sed de poder de que ya se ha hablado. Tales "actitudes
y estructuras de pecado" solamente se vencen con la ayuda de la gracia
divina mediante una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del
prójimo que está dispuesto a "perderse", en sentido evangélico, por el
otro en lugar de explotarlo, y a "servirlo" en lugar de oprimirlo
para el propio provecho (cf. Mt 10, 40-42; 20, 25; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27).
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 38)
127. En el
espíritu de la solidaridad y mediante los instrumentos del diálogo aprendemos
a:
- respetar a todo
ser humano;
- respetar los
auténticos valores y las culturas de los demás;
- respetar la
legítima autonomía y la autodeterminación de los demás;
- mirar más allá
de nosotros mismos para entender y apoyar lo bueno de los demás;
- contribuir con
nuestros propios recursos a la solidaridad social en favor del desarrollo y
crecimiento que se derivan de la equidad y la justicia;
- construir unas
estructuras que aseguren la solidaridad social y el diálogo como rasgos del
mundo en que vivimos.
(Mensaje de la
Jornada Mundial de la Paz, 1986, n. 5)
128. El deber de
solidaridad de las personas es también el de los pueblos: "Los pueblos ya
desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vía de
desarrollo" (GS, n. 86). Se debe poner en práctica esta enseñanza
conciliar. Si es normal que una población sea el primer beneficiario de los
dones otorgados por la Providencia como fruto de su trabajo, no puede ningún
pueblo, sin embargo, pretender reservar sus riquezas para su uso exclusivo.
Cada pueblo debe producir más y mejor, a la vez para dar a sus súbditos un
nivel de vida verdaderamente humano y para contribuir también al desarrollo
solidario de la humanidad. Ante la creciente indigencia de los países
subdesarrollados, se debe considerar como normal el que un país desarrollado
consagre una parte de su producción a satisfacer las necesidades de aquéllos;
igualmente normal que forme educadores, ingenieros, técnicos, sabios que pongan
su ciencia y su competencia al servicio de ellos. (Populorum Progressio, n. 48)
129. Para superar
la mentalidad individualista, hoy día tan difundida, se requiere un compromiso
concreto de solidaridad y caridad, que comienza dentro de la familia con la
mutua ayuda de los esposos y, luego, con las atenciones que las generaciones se
prestan entre sí. De este modo la familia se cualifica como comunidad de
trabajo y de solidaridad. (Centesimus Annus, n. 49)
130. En esta
marcha, todos somos solidarios. A todos hemos querido Nos recordar la amplitud
del drama y la urgencia de la obra que hay que llevar a cabo. La hora de la
acción ha sonado ya; la supervivencia de tantos niños inocentes, el acceso a
una condición humana de tantas familias desgraciadas, la paz del mundo, el
porvenir de la civilización, están en juego. Todos los hombres y todos los
pueblos deben asumir sus responsabilidades. (Populorum Progressio, n. 80)
131. El ejercicio
de la solidaridad dentro de cada sociedad es válido sólo cuando sus miembros se
reconocen unos a otros como personas. Los que cuentan más, al disponer de una
porción mayor de bienes y servicios comunes, han de sentirse responsables de
los más débiles, dispuestos a compartir con ellos lo que poseen. Estos, por su
parte, en la misma línea de solidaridad, no deben adoptar una actitud meramente
pasiva o destructiva del tejido social y, aunque reivindicando sus legítimos
derechos, han de realizar lo que les corresponde, para el bien de todos. Por su
parte, los grupos intermedios no han de insistir egoísticamente en sus
intereses particulares, sino que deben respetar los intereses de los demás.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 39)
132. De esta
manera el principio que hoy llamamos de solidaridad y cuya validez, ya sea en
el orden interno de cada nación, ya sea en el orden internacional, he recordado
en la Sollicitudo Rei Socialis (cf. SRS, nn. 38-40), se demuestra como uno de
los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y
política. León XIII lo enuncia varias veces con el nombre de
"amistad", que encontramos ya en la filosofía griega; por Pío XI es
designado con la expresión no menos significativa de "caridad
social", mientras que Pablo VI, ampliando el concepto, de conformidad con
las actuales y múltiples dimensiones de la cuestión social, hablaba de
"civilización del amor" (cf. RN, n. 25; QA, n. 3; Pablo VI, Homilía
para la Clausura del Año Santo, 1975). (Centesimus Annus, n. 10)
133. La
solidaridad nos ayuda a ver al "otro"-persona, pueblo o nación-no
como un instrumento cualquiera para explotar a poco coste su capacidad de
trabajo y resistencia física, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un
"semejante" nuestro, una "ayuda" (cf. Gn 2, 18-20), para
hacerlo partícipe como nosotros, del banquete de la vida al que todos los
hombres son igualmente invitados por Dios. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 39)
IV. SUBSIDIARIEDAD
134. La
socialización presenta también peligros. Una intervención demasiado fuerte del
Estado puede amenazar la libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la
Iglesia ha elaborado el principio llamado de subsidiariedad. Según éste,
"una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida
interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias,
sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle a coordinar
su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien
común" (CA, n. 48; cf. QA, nn. 184-186). Dios no ha querido retener para
El solo el ejercicio de todos los poderes. Entrega a cada criatura las
funciones que es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este
modo de gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios
en el gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana,
debe inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos
deben comportarse como ministros de la providencia divina. El principio de
subsidiariedad se opone a toda forma de colectivismo. Traza los límites de la
intervención del Estado. Intenta armonizar las relaciones entre individuos y
sociedad. Tiende a instaurar un verdadero orden internacional. (CIC, nn.
1883-1885)
135. Además, así
como en cada Estado es preciso que las relaciones que median entre la autoridad
pública y los ciudadanos, las familias y los grupos intermedios, se regulen y
gobiernen por el principio de la acción subsidiaria, es justo que las
relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas de
cada nación se regulen y rijan por el mismo principio. Esto significa que la
misión propia de esta autoridad mundial es examinar y resolver los problemas
relacionados con el bien común universal en el orden económico, social,
político o cultural, ya que estos problemas, por su extrema gravedad, amplitud
extraordinaria y urgencia inmediata, presentan dificultades superiores a las
que pueden resolver satisfactoriamente los gobernantes de cada nación. Es
decir, no corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o
invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el
contrario, la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un
ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino
también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad
realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos. (Pacem in
Terris, nn. 140-141)
136. Como tesis
inicial, hay que establecer que la economía debe ser obra, ante todo, de la
iniciativa privada de los individuos, ya actúen éstos por sí solos, ya se
asocien entre sí de múltiples maneras para procurar sus intereses comunes.
(Mater et Magistra, n. 51)
137. Pero
manténgase siempre a salvo el principio de que la intervención de las
autoridades públicas en el campo económico, por dilatada y profunda que sea, no
sólo no debe coartar la libre iniciativa de los particulares, sino que, por el
contrario, ha de garantizar la expansión de esa libre iniciativa,
salvaguardando, sin embargo, incólumes los derechos esenciales de la persona
humana. Entre éstos hay que incluir el derecho y la obligación que a cada
persona corres- ponde de ser normalmente el primer responsable de su propia
manutención y de la de su familia, lo cual implica que los sistemas económicos
permitan y faciliten a cada ciudadano el libre y provechoso ejercicio de las
actividades de producción. (Mater et Magistra, n. 55)
138. A este
respecto, la Rerum Novarum señala la vía de las justas reformas, que devuelven
al trabajo su dignidad de libre actividad del hombre. Son reformas que suponen,
por parte de la sociedad y del Estado, asumirse las responsabilidades en orden
a defender al trabajador contra el íncubo del desempleo. Históricamente esto se
ha logrado de dos modos convergentes: con políticas económicas, dirigidas a
asegurar el crecimiento equilibrado y la condición de pleno empleo; con seguros
contra el desempleo obrero y con políticas de cualificación profesional, capaces
de facilitar a los trabajadores el paso de sectores en crisis a otros en
desarrollo.... Para conseguir estos fines el Estado debe participar directa o
indirectamente. Indirect- amente y según el principio de subsidiariedad,
creando las condiciones favorables al libre ejercicio do la actividad
económica, encauzada hacia una oferta abundante de oportunidades de trabajo y
de fuentes de riqueza. Directamente y según el principio de solidaridad,
poniendo, en defensa do los más débiles, algunos límites a la autonomía de las
partes que deciden las condiciones de trabajo, y asegurando en todo caso un
mínimo vital al trabajador en paro. (Centesimus Annus, n. 15)
V. PARTICIPACIÓN
139. La doble
aspiración hacia la igualdad y la participación trata de promover un tipo de
sociedad democrática. Diversos modelos han sido propuestos; algunos de ellos
han sido ya experimentados; ninguno satisface completamente, y la búsqueda
queda abierta entre las tendencias ideológicas y pragmáticas. El cristiano
tiene la obligación de participar en esta búsqueda, al igual que en la
organización y en la vida políticas. El hombre, ser social, construye su
destino a través de una serie de agrupaciones particulares que requieren, para
su perfeccionamiento y como condición necesaria para su desarrollo, una
sociedad más vasta, de carácter universal, la sociedad política. Toda actividad
particular debe colocarse en esta sociedad ampliada, y adquiere con ello la
dimensión del bien común. (Octogesima Adveniens, n. 24)
140. Es esencial
que todo hombre tenga un sentido de participación, de tomar parte en las
decisiones y en los esfuerzos que forjan el destino del mundo. En el pasado la
violencia y la injusticia han arraigado frecuentemente en el sentimiento que la
gente tiene de estar privada del derecho a forjar sus propias vidas. No se
podrán evitar nuevas violencias e injusticias allí donde se niegue el derecho
básico a participar en las decisiones de la sociedad. (Mensaje de la Jornada
Mundial de la Paz, 1985, n. 9)
141. Es un
estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las
necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por
ellas. Además, es preciso que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir
los conocimientos, a entrar en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar
sus aptitudes para poder valorar mejor sus capacidades y recursos. (Centesimus
Annus, n. 34)
142. Es
perfectamente conforme con la naturaleza humana que se constituyan estructuras
político-jurídicas que ofrezcan a todos los ciudadanos, sin discriminación
alguna y con perfección creciente, posibilidades efectivas de tomar parte libre
y activamente en la fijación de los fundamentos jurídicos de la comunidad
política, en el gobierno de la cosa pública, en la determinación de los campos
de acción y de los límites de las diferentes instituciones y en la elección de
los gobernantes. Recuerden, por tanto, todos los ciudadanos el derecho y al
mismo tiempo el deber que tienen de votar con libertad para promover el bien
común. La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre,
se consagran al bien de la cosa pública y aceptan las cargas de este oficio.
Para que la cooperación ciudadana responsable pueda lograr resultados felices
en el curso diario de la vida pública, es necesario un orden jurídico positivo
que establezca la adecuada división de las funciones institucionales de la
autoridad política, así como también la protección eficaz e independiente de
los derechos. Reconózcanse, respétense y promuévanse los derechos de las
personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio, no
menos que los deberes cívicos de cada uno. Entre estos últimos es necesario
mencionar el deber de aportar a la vida pública el concurso material y personal
requerido por el bien común. Cuiden los gobernantes de no entorpecer las
asociaciones familiares, sociales o culturales, los cuerpos o las instituciones
intermedias, y de no privarlos de su legítima y constructiva acción, que más
bien deben promover con libertad y de manera ordenada. Los ciudadanos por su
parte, individual o colectivamente, eviten atribuir a la autoridad política
todo poder excesivo y no pidan al Estado de manera inoportuna ventajas o
favores excesivos, con riesgo de disminuir la responsabilidad de las personas,
de las familias y de las agrupaciones sociales. (Gaudium et Spes, n. 75)
143. Cada
ciudadano tiene el derecho a participar en la vida de la propia comunidad. Esta
es una convicción generalmente compartida hoy en día. No obstante, este derecho
se desvanece cuando el proceso democrático pierde su eficacia a causa del
favoritismo y los fenómenos de corrupción, los cuales no solamente impiden la
legítima participación en la gestión del poder, sino que obstaculizan el acceso
mismo a un disfrute equitativo de los bienes y servicios comunes. (Mensaje de
la Jornada Mundial de la Paz, 1999, n. 6)
144. Al mismo
tiempo que el progreso científico y técnico continúa transformando el marco
territorial del hombre, sus modos de conocimiento, de trabajo, de consumo y de
relaciones, se manifiesta siempre en estos contextos nuevos una doble
aspiración más viva a medida que se desarrolla su información y su educación:
aspiración a la igualdad, aspiración a la participación; formas ambas de la
dignidad del hombre y de su libertad. (Octogesima Adveniens, n. 22)
145. Añádese a lo
dicho que con la dignidad de la persona humana concuerda el derecho a tomar
parte activa en la vida pública y contribuir al bien común. Pues, como dice
nuestro predecesor, de feliz memoria, Pío XII, "el hombre, como tal, lejos
de ser objeto y elemento puramente pasivo de la vida social, es, por el
contrario, y debe ser y permanecer su sujeto, fundamento y fin" (Mensaje
por radio en la Víspera de Navidad, 1944). (Pacem in Terris, n. 26)
VI. ALIENACIÓN Y
MARGINACIÓN
146. El marxismo
ha criticado las sociedades burguesas y capitalistas, reprochándoles la
mercantilización y la alienación de la existencia humana. Ciertamente, este
reproche está basado sobre una concepción equivocada e inadecuada de la
alienación, según la cual ésta depende únicamente de la esfera de las
relaciones de producción y propiedad, esto es, atribuyéndole un fundamento
materialista y negando, además, la legitimidad y la positividad de las
relaciones de mercado incluso en su propio ámbito. El marxismo acaba afirmando
así que sólo en una sociedad de tipo colectivista podría erradicarse la
alienación. Ahora bien, la experiencia histórica de los países socialistas ha
demostrado tristemente que el colectivismo no acaba con la alienación, sino que
más bien la incrementa, al añadirle la penuria de las cosas necesarias y la
ineficacia económica. La experiencia histórica de Occidente, por su parte,
demuestra que, si bien el análisis y el fundamento marxista de la alienación
son falsas, sin embargo la alienación, junto con la pérdida del sentido
auténtico de la existencia, es una realidad incluso en las sociedades
occidentales. En efecto, la alienación se verifica en el consumo, cuando el
hombre se ve implicado en una red de satisfacciones falsas y superficiales, en
vez de ser ayudado a experimentar su personalidad auténtica y concreta. La
alienación se verifica también en el trabajo, cuando se organiza de manera tal
que "maximaliza" solamente sus frutos y ganancias y no se preocupa de
que el trabajador, mediante el propio trabajo, se realice como hombre, según
que aumente su participación en una auténtica comunidad solidaria, o bien su
aislamiento en un complejo de relaciones de exacerbada competencia y de
recíproca exclusión, en la cual es considerado sólo como un medio y no como un
fin. Es necesario iluminar, desde la concepción cristiana, el concepto de
alienación, descubriendo en él la inversión entre los medios y los fines: el
hombre, cuando no reconoce el valor y la grandeza de la persona en sí mismo y
en el otro, se priva de hecho de la posibilidad de gozar de la propia humanidad
y de establecer una relación de solidaridad y comunión con los demás hombres,
para lo cual fue creado por Dios. (Centesimus Annus, n. 41)
147. El hombre
actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el
resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su
entendimiento, de las tendencias de su voluntad. Los frutos de esta múltiple
actividad del hombre se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible en
objeto de "alienación", es decir, son pura y simplemente arrebatados
a quien los ha producido; pero al menos parcialmente, en la línea indirecta de
sus efectos, esos frutos se vuelven contra el mismo hombre. (Redemptor Hominis,
n. 15)
148. La pregunta
moral, a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la
libertad, es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad:
"El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad" (GS, n. 17).
Pero, ¿qué libertad? El Concilio- frente a aquellos contemporáneos nuestros
que "tanto defienden" la libertad y que la "buscan
ardientemente", pero que "a menudo la cultivan de mala manera, como
si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal"-presenta la
verdadera libertad: "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen
divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su
propia decisión" (cf. Si 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su
Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz
perfección" (GS, n. 17). Si existe el derecho de ser respetados en el
propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral,
grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida.
(Veritatis Splendor, n. 34)
149. No sólo no es
lícito desatender desde el punto de vista ético la naturaleza del hombre que ha
sido creado para la libertad, sino que esto ni siquiera es posible en la
práctica. Donde la sociedad se organiza reduciendo de manera arbitraria o
incluso eliminando el ámbito en que se ejercita legítimamente la libertad, el
resultado es la desorganización y la decadencia progresiva de la vida social.
(Centesimus Annus, n. 25)
150. La libertad
es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre. Vivir la libertad que
los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento
espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. (Discurso a la
L Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, 1995, n. 12)
151. La libertad
no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer
todo lo que se quiera. La libertad posee una "lógica" interna que la
cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda
y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana,
la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política,
en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. (Discurso
a la L Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, 1995, n. 12)
VII. LIBERTAD
SOCIAL
152. Al no ser
ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la
cambiante realidad socio-política y reconoce que la vida del hombre se
desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia,
por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona,
utiliza como método propio el respeto de la libertad. (Centesimus Annus, n. 46)
153. Hay que
indicar otro principio: el de que las relaciones internacionales deben
ordenarse según una norma de libertad. El sentido de este principio es que
ninguna nación tiene derecho a oprimir injustamente a otras o a interponerse de
forma indebida en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas
presten ayuda a las demás, a fin de que estas últimas adquieran una conciencia
cada vez mayor de sus propios deberes, acometan nuevas y útiles empresas y
actúen como protagonistas de su propio desarrollo en todos los sectores. (Pacem
in Terris, n. 120)
154. Por esto, la
relación inseparable entre verdad y libertad- que expresa el vínculo esencial
entre la sabiduría y la voluntad de Dios-tiene un significado de suma
importancia para la vida de las personas en el ámbito socioeconómico y
socio-político. (Veritatis Splendor, n. 99)
VIII. CULTURA
155. Múltiples son
los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana.
Dios, en efecto, al revelarse a su pueblo hasta la plena manifestación de sí
mismo en el Hijo encarnado, habló según los tipos de cultura propios de cada
época. De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la
historia en variedad de circunstancias, ha empleado los hallazgos de las diversas
culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a
todas las gentes, para investigarlo y comprenderlo con mayor profundidad, para
expresarlo mejor en la celebración litúrgica y en la vida de la multiforme
comunidad de los fieles. Pero al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los
pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está ligada de manera exclusiva
e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a
costumbre alguna antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a
la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con las
diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia
Iglesia y las diferentes culturas. La buena nueva de Cristo renueva
constantemente la vida y la cultura del hombre, caído, combate y elimina los
errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y
eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto
fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones
de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo.
Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la
cultura humana y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa
al hombre en la libertad interior. (Gaudium et Spes, n. 58)
156. Toda la
actividad humana tiene lugar dentro de una cultura y tiene una recíproca
relación con ella. Para una adecuada formación de esa cultura se requiere la
participación directa de todo el hombre, el cual desarrolla en ella su
creatividad, su inteligencia, su conocimiento del mundo y de los demás hombres.
A ella dedica también su capacidad de autodominio, de sacrificio personal, de
solidaridad y disponibilidad para promover el bien común. Por esto, la primera
y más importante labor se realiza en el corazón del hombre, y el modo como éste
se compromete a construir el propio futuro depende de la concepción que tiene
de sí mismo y de su destino. (Centesimus Annus, n. 51)
157. Rico o pobre,
cada país posee una civilización, recibida de sus mayores: instituciones
exigidas por la vida terrena y manifest- aciones superiores-artísticas,
intelectuales y religiosas-de la vida del espíritu. Mientras que éstas contengan
verdaderos valores humanos, sería un grave error sacrificarlas a aquellas
otras. Un pueblo que lo permitiera perdería con ello lo mejor de sí mismo y
sacrificaría, para vivir, sus razones de vivir. La enseñanza de Cristo vale
también para los pueblos. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si
pierde su alma? (Mt 16, 26) (Populorum Progressio, n. 40)
158. La cultura es
el espacio vital con el cual, la persona humana se coloca cara a cara con el
Evangelio. Así como la cultura es el resultado de la vida y de la actividad de
un grupo humano, del mismo modo, las personas que pertenecen a ese grupo, están
orientadas hacia un largo alcance por la cultura en la cual ellas viven. Como
las personas y la sociedad cambian, así también, muchas son las personas y las
sociedades transformadas por esta. Desde esta perspectiva, se llega a aclarar
porqué la evangelización y la inculturación son natural e íntimamente
relacionadas entre sí. El Evangelio y la evangelización no son, ciertamente,
idénticos a la cultura; ellos son independientes de ella. Sin embargo, el Reino
de Cristo llega a la gente que está profundamente vinculada a la cultura, y la
construcción del Reino no puede eludir el tomar prestados elementos de las
culturas humanas. (Ecclesia in Asia, n. 21)
159. Al
desarrollar su actividad misionera entre las gentes, la Iglesia encuentra
diversas culturas y se ve comprometida en el proceso de inculturación....
Transmite a las mismas sus propias calores, asumiendo lo que hay de bueno en
ellas y renovando las desde dentro. (Redemptoris Missio, n. 52)
160. No es posible
comprender al hombre, considerándolo unilateralmente a partir del sector de la
economía, ni es posible definirlo simplemente tomando como base su pertenencia
a una clase social. Al hombre se le comprende de manera más exhaustiva si es
visto en la esfera de la cultura a través de la lengua, la historia y las
actitudes que asume ante los acontecimientos fundamentales de la existencia,
como son nacer, amar, trabajar, morir. El punto central de toda cultura lo
ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio
de Dios. Las culturas de las diversas naciones son, en el fondo, otras tantas
maneras diversas de plantear la pregunta acerca del sentido de la existencia
personal. Cuando esta pregunta es eliminada, se corrompen la cultura y la vida
moral de las naciones. (Centesimus Annus, n. 24)
IX. GENUINO
DESARROLLO HUMANO
161. Así, pues, el
tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin
último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre
sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento en que se
convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá. Entonces los corazones
se endurecen y los espíritus se cierran; los hombres ya no se unen por amistad,
sino por interés, que pronto les hace oponerse unos a otros y desunirse. La
búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento
del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las naciones, como para las
personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral.
(Populorum Progressio, n. 19)
162. En pocas
palabras, el subdesarrollo de nuestros días no es sólo económico, sino también
cultural, político y simplemente humano, como ya indicaba hace veinte años la
Encíclica Populorum Progressio. Por consiguiente, es menester preguntarse si la
triste realidad de hoy no sea, al menos en parte, el resultado de una
concepción demasiado limitada, es decir, prevalentemente económica, del
desarrollo. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 15)
163. El desarrollo
humano integral-desarrollo de todo hombre y de todo el hombre, especialmente de
quien es más pobre y marginado en la comunidad-constituye el centro mismo de la
evangelización. Entre evangelización y promoción humana-desarrollo, liberación-
existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico,
porque, el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser
sujeto a los problemas sociales y económicos. (Ecclesia in Africa, n. 68)
164. El progreso
de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está
marcado por el dominio de la técnica, exigen un desarrollo proporcional de la
moral y de la ética. Mientras tanto, éste último parece, por desgracia, haberse
quedado atrás. Por eso, este progreso, por lo demás tan maravilloso, en el que
es difícil no descubrir también auténticos signos de la grandeza del hombre,
que nos han sido revelados en sus gérmenes creativos en las páginas del Libro
del Génesis, en la descripción de la creación, no puede menos de engendrar
múltiples inquietudes. La primera inquietud se refiere a la cuestión esencial y
fundamental: ¿este progreso, cuyo autor y autor es el hombre, hace la vida del
hombre sobre la tierra, en todos sus aspectos, "más humana"?; ¿la
hace más "digna del hombre"? No puede dudarse de que, bajo muchos
aspectos, lo haga así. No obstante, esta pregunta vuelve a plantearse
obstinadamente por lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el
hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras
mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de
su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los
más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y prestar ayuda a
todos. (Redemptor Hominis, n. 15)
165. Pero al mismo
tiempo ha entrado en crisis la misma concepción "económica" o
"economicista" vinculada a la palabra desarrollo. En efecto, hoy se
comprende mejor que la mera acumulación de bienes y servicios, incluso en favor
de una mayoría, no basta para proporcionar la felicidad humana. Ni, por
consiguiente, la disponibilidad de múltiples beneficios reales, aportados en
los tiempos recientes por la ciencia y la técnica, incluida la informática,
traen consigo la liberación de cualquier forma de esclavitud. Al contrario, la
experiencia de los últimos años demuestra que si toda esta considerable masa de
recursos y potencialidades, puesta a disposición del hombre, no es regida por
un objetivo moral y por una orientación que vaya dirigida al verdadero bien del
género humano, se vuelve fácilmente contra él para oprimirlo. (Sollicitudo Rei
Socialis, n. 28)
166. Si para
llevar a cabo el desarrollo se necesitan técnicos, cada vez en mayor número,
para este mismo desarrollo se exige más todavía pensadores de reflexión
profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno
hallarse a sí mismo, asumiendo los valores superiores del amor, de la amistad,
de la oración y de la contemplación. Así podrá realizar, en toda su plenitud,
el ver- dadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de
condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas. (Populorum
Progressio, n. 20)
X. EL BIEN COMÚN
167. Por bien
común, es preciso entender "el conjunto de aquellas condiciones de la vida
social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más
plena y fácilmente su propia perfección" (GS, n. 26). El bien común afecta
a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la
de aquellos que ejercen la autoridad. Comporta tres elementos esenciales:
Supone, en primer lugar, el respeto a la persona en cuanto tal. En nombre del
bien común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos
fundamentales e inalienables de la persona humana. La sociedad debe permitir a
cada uno de sus miembros realizar su vocación. En particular, el bien común
reside en las condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son
indispensables para el desarrollo de la vocación humana: "derecho a ...
actuar de acuerdo con la recta norma de su conciencia, a la protección de la
vida privada y a la justa libertad, también en materia religiosa" (GS, n.
26). En segundo lugar, el bien común exige el bienestar social y el desarrollo
del grupo mismo. El desarrollo es el resumen de todos los deberes sociales.
Ciertamente corresponde a la autoridad decidir, en nombre del bien común, entre
los diversos intereses particulares; pero debe facilitar a cada uno lo que
necesita para llevar una vida verdaderamente humana: alimento, vestido, salud,
trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una
familia, etc. El bien común implica, finalmente, la paz, es decir, la estabilidad
y la seguridad de un orden justo. Supone, por tanto, que la autoridad asegura,
por medios honestos, la seguridad de la sociedad y la de sus miembros. El bien
común fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva. (CIC,
nn. 1906-1909)
168. La
interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen
que el bien común-esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que
hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más
pleno y más fácil de la propia perfección-se universalice cada vez más, e
implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano.
Todo grupo social debe tener en cuanta las necesidades y las legítimas
aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuanta el bien
común de toda la familia humana. Crece al mismo tiempo la conciencia de la
excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de
sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se
facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente
humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre
elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la
buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la
norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa
libertad también en materia religiosa. El orden social, pues, y su progresivo
desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el
orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor
lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el
hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo
en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe
encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos
estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas
reformas de la sociedad. El Espíritu de Dios, que con admirable providencia
guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta
evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en
el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad. (Gaudium et
Spes, n. 26)
169. La autoridad
sólo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si,
para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes
proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas
disposiciones no pueden obligar en conciencia. "En semejante situación, la
propia autoridad se desmorona por completo y se origina una iniquidad
espantosa" (PT, n. 51). (CIC, n. 1903)
170. Ahora bien,
si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien
común, y por otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos
habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible conexión. Porque
el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública para
promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha
autoridad pueda lograrlo efectivamente. De aquí nace que las instituciones
civiles-en medio de las cuales la autoridad pública se desenvuelve, actúa y
obtiene su fin-deben poseer una forma y eficacia tales, que puedan alcanzar el
bien común por las vías y los procedimientos más adecuados a las distintas
situaciones de la realidad. (Pacem in Terris, n. 136)
171. Por lo que
concierne al primer aspecto, han de considerarse como exigencias del bien común
nacional: facilitar trabajo al mayor número posible de obreros; evitar que se
constituyan, dentro de la nación e incluso entre los propios trabajadores,
categorías sociales privilegiadas; mantener una adecuada proporción entre
salario y precios; hacer accesibles al mayor número de ciudadanos los bienes
materiales y los beneficios de la cultura; suprimir o limitar al menos las
desigualdades entre los distintos sectores de la economía-agricultura,
industria y servicios-equilibrar adecuadamente el incre- mento económico con el
aumento de los servicios generales necesarios, principalmente por obra de la
autoridad pública; ajustar, dentro de lo posible, las estructuras de la producción
a los progresos de las ciencias y de la técnica; lograr, en fin, que el
mejoramiento en el nivel de vida no sólo sirva a la generación presente, sino
que prepare también un mejor porvenir a las futuras generaciones. Son, por otra
parte, exigencias del bien común internacional: evitar toda forma de
competencia desleal entre los diversos países en materia de expansión
económica; favorecer la concordia y la colaboración amistosa y eficaz entre las
distintas economías nacionales, y, por último, cooperar eficazmente al
desarrollo económico de las comunidades políticas más pobres. (Mater et
Magistra, nn. 79-80)
172. En la época
actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de
los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de
los hombres de gobierno deba tender a dos cosas: de un lado, reconocer,
respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a
cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible
de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus
deberes debe ser oficio esencial de todo poder público. (Pacem in Terris, n.
60)
173. Para dar cima
a esta tarea con mayor facilidad, se requiere, sin embargo, que los gobernantes
profesen un sano concepto del bien común. Este concepto abarca todo un conjunto
de condiciones sociales que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y
pleno de su propia perfección. Juzgamos además necesario que los organismos o
cuerpos y las múltiples asociaciones privadas, que integran principalmente este
incremento de las relaciones sociales, sean en realidad autónomos y tiendan a
sus fines específicos con relaciones de leal colaboración mutua y de
subordinación a las exigencias del bien común. Es igualmente necesario que
dichos organismos tengan la forma externa y la sustancia interna de auténticas
comunidades, lo cual sólo podrá lograrse cuando sus respectivos miembros sean
considerados en ellos como personas y llamados a participar activamente en las
tareas comunes. En el progreso creciente que las relaciones sociales presentan
en nuestros días, el recto orden del Estado se conseguirá con tanta mayor
facilidad cuanto mayor sea el equilibrio que se observe entre estos dos
elementos: de una parte, el poder de que están dotados así los ciudadanos como
los grupos privados para regirse con autonomía, salvando la colaboración mutua
de todos en las obras; y de otra parte, la acción del Estado que coordine y
fomente a tiempo la iniciativa privada. (Mater et Magistra, nn. 65-66)
174. El bien común
también demanda que los autoridades civiles deben de hacer verdaderos esfuerzos
para crear una situación donde los ciudadanos individuales puedan ejercitar sus
derechos y cumplir con sus deberes fácilmente. Porque, la experiencia nos ha
enseñado que si estos autoridades no tomen acción adecuada en relación a los
asuntos económicas, políticas, y culturales, el desequilibrio entre los
ciudadanos suele ser cada vez mas definido sobre todo en el mundo, y como
resulta los derechos humanos quedan totalmente ineficaces.... (Pacem in Terris,
n. 63)
XI. "EL
PECADO SOCIAL"
175. No obstante,
es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros
y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres,
funcionan de modo casi automático, haciendo más rígida las situaciones de
riqueza de los unos y de pobreza de los otros. Estos mecanismos, maniobrados
por los países más desarrollados de modo directo o indirecto, favorecen a causa
de su mismo funcionamiento los intereses de los que los maniobran, aunque
terminan por sofocar o condicionar las economías de los países menos
desarrollados. Es necesario someter en el futuro estos mecanismos a un análisis
atento bajo el aspecto ético-moral. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 16)
176. Hablar de
pecado social quiere decir, ante todo, reconocer que, en virtud de una
solidaridad humana tan misteriosa e imperceptible como real y concreta, el
pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás. En ésta la otra
cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el
misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se
ha podido decir que "toda alma que se eleva, eleva al mundo". A esta
ley de la elevación corresponde, pro desgracia, la ley del descenso, de suerte
que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja
por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En
otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más
estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo
pecado repercute, con mayo o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo
el conjunto eclesial y en toda la familia humana. Según esta primera acepción,
se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado el carácter de pecado social.
Algunos pecados, sin embargo, constituyen, por su mismo objeto, una agresión
directa contra el prójimo y-más exactamente según el lenguaje evangélico-contra
el hermano. Son una ofensa a Dios, porque ofenden al prójimo. A estos pecados
se suele dar el nombre de sociales, y ésta es la segunda acepción de la
palabra. En este sentido es social el pecado contra el amor del prójimo, que
viene a ser mucho más grave en la ley de Cristo porque está en juego el segundo
mandamiento que es "semejante al primero". Es igualmente social todo
pecado cometido contra la justicia en las relaciones tanto interpersonales como
en las de la persona con la sociedad y aun de la comunidad con la persona. Es
social todo pecado cometido contra los derechos de la persona humana,
comenzando por el derecho a la vida, sin excluir la del que está por nacer, o
contra la integridad física de alguno; todo pecado contra la libertad ajena,
especialmente contra la suprema libertad de creer en Dios y de adorarlo; todo
pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra
el bien común y sus exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y
deberes de los ciudadanos. (Reconciliatio et Paenitentia, n. 16)
177. Si la
situación actual hay que atribuirla a dificultades de diversa índole, se debe
hablar de "estructuras de pecado", las cuales- como ya he dicho en la
Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia se fundan en el pecado
personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las
personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación. Y así estas
mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados,
condicionando la conducta de los hombres. (Sollicitudo Rei Socialis, n. 36)