Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La
Plata, en la celebración del Miércoles de Ceniza
(Iglesia San Ramón, Tandil, 10
de febrero de 2016)
La Cuaresma, práctica anual de los católicos, adquiere
un carácter singularísimo en este Año Jubilar de la Misericordia. Cada Cuaresma
es, en realidad, una ocasión de gracia; lo ha sido siempre, aun cuando debamos
reconocer que más allá de nuestras buenas intenciones el fruto haya sido magro,
provisorio, porque olvidando nuestros propósitos volvimos a las andadas. O no
hemos puesto la atención continuada, la tenacidad, el coraje necesarios para
que alguno de esos períodos prepascuales que hemos vivido fuera decisivo para
vencer nuestra mediocridad, la grisácea rutina de ser siempre y empecinadamente
nosotros mismos, más o menos contentos, pero lejos todavía del cumplimiento de
nuestra vocación y destino: ser colmados por la plenitud de Dios (Ef. 3,19),
que Cristo sea formado en nosotros (Gal. 4,19), de modo que con toda verdad y sencillez
podamos decir con el Apóstol: para mí, vivir, la vida, es Cristo. No es ésta
una meta excesiva; todos, cualquiera sea nuestra suerte, nuestro lugar o
nuestra ocupación en el mundo, no sólo podemos, sino que debemos tender a ella.
La Iglesia concibe la Cuaresma como un tiempo
penitencial. Pero la penitencia no puede reducirse a algunas prácticas de
mortificación. Tradicionalmente era ésta una cuarentena de ayuno, un ayuno
ahora aliviado que ha quedado reducido al Miércoles de Ceniza y al Viernes Santo,
tomando en consideración las condiciones de la vida moderna. Pero ya San León
Magno advertía que el ayuno ha de consistir mucho más en la privación de
nuestros vicios que en la de los alimentos. Por otra parte, penitencia en el
griego del Nuevo Testamento suena metánoia, que significa propiamente
conversión, es decir un cambio o giro en la manera de pensar y ver las cosas,
capaz de imprimir otra dirección a nuestra vida. En suma: reconocimiento del
pecado y apelación a la misericordia divina. He allí la penitencia. La
misericordia es, precisamente, la inclinación del corazón paterno y amante de
Dios hacia nuestra miseria sobre ella, para cubrirla y disolverla. El don de la
metánoia, del cambio al cual la Iglesia nos incita a aspirar cada Cuaresma, en
cuanto gracia de la misericordia divina que transfigura nuestra libertad,
requiere y contiene como primer elemento el reconocimiento de que somos
pecadores; este principio coincide con lo que en la Sagrada Escritura se llama
temor de Dios. En su Magnificat María proclama que la misericordia del Señor se
extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen (Lc. 1,50). Es
la buena nueva, el Evangelio, el feliz anuncio de la condescendencia divina con
la debilidad humana. Que el reconocimiento del pecado es la condición de la
misericordia –condición teológica y psicológica, precepto divino y necesidad
humana– aparece claramente en la parábola del hijo pródigo; una enseñanza de
Jesús que no admite interpretación errada y que se hace visión en la magnífica,
inolvidable pintura de Reembrandt. Entonces, en el reconocimiento simultáneo
del pecado y la misericordia, se experimenta la ternura de Dios nuestro Padre;
su amor misericordioso nos esperaba, nos perseguía y finalmente nos alcanza.
El reconocimiento del pecado es- insistamos- para
nosotros, el principio de la observancia cuaresmal; la penitencia de los
pecados concretos que muchas veces ocultamos, ignoramos o disimulamos. Ahora se
nos ofrece la ocasión providencial de sacarlos a luz. En la parábola aludida,
que puede llamarse mejor “el padre misericordioso”, cuando el joven extraviado
se encontraba hundido en lo más vergonzoso de su miseria, recapacitó y se
acordó de su padre (Lc. 15,17s). Recapacitó suena literalmente en el texto
griego volvió en sí mismo, entró en sí mismo; dicho vulgarmente: cayó en la
cuenta, advirtió el disparate de lo que había hecho. El retorno espiritual
precede al iniciar efectivamente el regreso. Como aquel muchacho veleidoso y
desatinado también nosotros debemos, en los próximos días cuaresmales, entrar
dentro de nosotros mismos con total objetividad, dejándonos desnudar por la
mirada de Dios. No hace falta que encontremos pecados graves –¡si comulgamos
diariamente y podemos pensar que estamos en gracia!– pero seguramente, si
miramos bien, nos toparemos con pecadillos, venialidades que nos atan, hechos,
hábitos u omisiones que nos impiden movernos resueltamente y crecer hacia la
santidad, sobre todo la inacción que procede de nuestra frivolidad y de nuestra
pereza. Cada cristiano debe rever su caso en la Cuaresma, tiempo de gracia
también para los “grandes” pecadores, sobre todo en este Jubileo de la
Misericordia. El Papa Francisco ha hablado reiteradamente de la ternura de Dios
que aguarda a todos y a todos invita a su casa.
Me parece importante advertir el contexto cultural en
el que hoy nos movemos los cristianos. La palabra “pecado” no circula, signo de
que esa realidad no es reconocida, no es considerada una categoría real; se
acuerdan de ella los bodegueros y la hacen objeto de chanza: hay un vino que se
llama Pecado, y otro Lujuria. Ambos muy buenos, muy ricos, pero ¿por qué tales
nombres? ¿Será una ocurrencia de marketing o nos están tomando en solfa? Por
otra parte, causaría escándalo si uno llamara pecado a las hazañas financieras
y sentimentales de la gente rica y famosa, a los robos de los políticos y las
degeneraciones de algunos artistas. Pecados y pecadores han existido siempre, y
no nos es lícito a nosotros excluirnos de esa miserable cofradía, pero ahora no
se llaman las cosas por su nombre; peor aún, las leyes convierten los pecados
en derechos, y ¡guay si nos atrevemos a desconocerlos o impugnarlos! ¡La altiva
sapiencia de los legisladores los ha convertido en intangibles derechos
humanos! El diablo debe estar de fiesta permanente. En el Nuevo Testamento
figuran varias listas de pecados. Por ejemplo, San Marcos pone una en boca de
Jesús: de dentro del corazón del hombre salen los pensamientos perversos, las
fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, malicias, fraudes,
desenfreno, envidia, difamación, orgullo, desatino (Mc. 7, 21-23). San Pablo
ofrece otra enumeración a los corintios, como una amenaza: ni los inmorales, ni
los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los pervertidos, ni los ladrones,
ni los avaros, ni los borrachos, ni los difamadores, ni los usurpadores
heredarán el Reino de Dios (1 Cor. 6, 9-10). La traducción de estos nombres
puede variar levemente en las ediciones de las Biblias en uso. Los distraigo
con dos anotaciones lexicográficas: en 1 Cor. 6, 9 se lee “pervertidos”;
existen diversos tipos de perversiones, aunque el término deja sospechar de qué
se trata. El texto griego dice arsenokóitai, que literalmente habría que
traducir “varones que se acuestan con varones”. Otra nota de interés: en la
lista de Marcos figuran las codicias y en la de Pablo los avaros; se trata de
la misma raíz: pleonexíai y pleonéktai; es el amor al dinero, causa de todos
los males. Otro tema sobre el cual el Santo Padre Francisco se explayó en varias
oportunidades.
Esta cuestión de la pleonexía es de máxima actualidad:
el vicio se convierte en sistema allí donde el sector financiero ejerce un
dominio abusivo sobre el conjunto de la actividad económica y determina
insensiblemente la miseria de multitudes empobrecidas.
Hay algo peor al olvido del pecado, y es el aceptarlo
como algo normal, y más aún el considerarlo una virtud. Últimamente se ha
creado bastante confusión en los fieles y en el público en general con motivo
de declaraciones resonantes en relación al Sínodo Extraordinario sobre la
Familia 2014-2015. Por ejemplo, respecto de los divorciados y vueltos a casar,
un obispo francés ha dicho que “al comprometerse en una segunda alianza (la
pareja) ha creado un vínculo tan indisoluble como el primero”. Sobre otro tema
candente un obispo belga declaró: “debemos buscar en el seno de la Iglesia un
reconocimiento formal de la relación que también está presente en numerosas
parejas bisexuales y homosexuales”. Son macanazos gratuitos que pueden hacer
mucho daño. Nosotros aguardamos confiadamente la Exhortación Apostólica
Postsinodal que el Sumo Pontífice publicará sobre los temas discutidos en el
Sínodo. Lo que está fuera de discusión es el respeto y el amor que debemos a
todas las personas, sin olvidar la tercera de las obras de misericordia
espirituales: corregir al que yerra. En realidad, no se puede corregir a nadie
si no se lo ama, y si no se le demuestra, con mucha humildad, mucho amor.
San Juan Crisóstomo, en la segunda de sus homilías
“Sobre el diablo tentador”, enumera cinco caminos de penitencia, que pueden
sernos útiles como vías de un itinerario cuaresmal. Comienza por la acusación
de los pecados, y ya hemos hablado lo suficiente del tema. En seguida propone
perdonar las ofensas que hemos recibido de nuestros enemigos poniendo en raya
nuestra ira. Somos a veces un tanto delicados, susceptibles, y nos sentimos
ofendidos no solamente por los enemigos (en el caso que los tengamos y que
efectivamente nos hagan la guerra) sino también por las faltas, a veces
insignificantes, que proceden de nuestros hermanos; perdonar equivale a
olvidar. Borrón y cuenta nueva; no se perdona de verdad si no se olvida la
ofensa. El tercer camino es para el Crisóstomo la oración ferviente y
continuada que brota de lo íntimo del corazón. ¿Cómo podrá cumplirse semejante
anhelo? Pienso en la plegaria del peregrino ruso, que es adoración y súplica:
“Señor Jesucristo, Hijo de Dios, apiádate de mí, pecador”. Dicen que hay que
repetirla incesantemente, hasta que ya no la pronuncien los labios, sino que
las palabras se identifiquen con los latidos del corazón. Después viene la
limosna, que no es la monedita que se da distraídamente o de mala gana.
“Limosna” viene del griego, y significa precisamente misericordia. El espectro
de este gesto cristiano en la actualidad se amplía sin fronteras: los pobres
son innumerables, los desgraciados, marginales, descartados, muertos en vida.
¿Qué podemos hacer por ellos, por algunos de ellos, por uno solo cuya miseria
nos hiere los ojos y nos deja indiferentes? San Cesáreo de Arlés distinguía una
misericordia terrena y humana y otra celestial y divina. Las dos parecen
íntimamente vinculadas: la primera consiste en atender las miserias de los
pobres, la segunda en el perdón de los pecados. El santo obispo argumenta así:
Todo lo que da la misericordia humana en este tiempo de peregrinación se lo
devuelve después la misericordia divina en la patria definitiva. Dios, en este
mundo, padece frío y hambre en la persona de todos los pobres, como dijo él
mismo: “cada vez que lo hicieron con uno de estos mis humildes hermanos, lo
hicieron conmigo”. El mismo Dios que se digna dar en el cielo quiere recibir en
la tierra (Sermón 25, 1).
Pero volvamos a Juan, el Boca de Oro, y a sus caminos
de penitencia. El último, dice, es la humildad y el obrar con modestia. Ojo con
esto, porque se trata de un terreno en el cual patinamos con frecuencia, y
fácilmente. En este campo brotan rasgos psicológicos y actitudes habituales de
conducta que hunden sus raíces en el fondo de nuestra personalidad. El célebre
Bossuet en su Tratado de la Concupiscencia caracteriza un pecado que podría
llamarse hoy autorreferencialidad; dice, recordando, el caso bíblico de Adán y
Eva: una cierta atención a ellos mismos que no les estaba permitida, un amor de
su propia excelencia y de allí un secreto placer de gustar de ellos mismos, de
complacerse en ellos y en su propia perfección. Las nuevas generaciones se
educan así: a gustar a los demás en facebook y link porque gustan de ellos mismos;
la ingenuidad adolescente de estas peligrosas pavadas tiene en muchos de
nosotros, adultos, réplicas nada inocentes y difíciles de desarraigar. Vale la
pena pensar en esto y reconocerlo.
Para concluir: la cuaresma no tiene nada de triste, al
contrario; es seria, pero no triste. Es un tiempo acotado que mira al futuro, a
la Pascua; así aparece claramente en la liturgia eclesial. Lo que se nos dice
en el momento en que recibimos la ceniza expresa la seriedad de ese gesto
profundamente religioso y, después de todo, la seriedad de la vida y del
compromiso cristiano. Como sabemos, las dos fórmulas alternativas rezan:
Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás; Conviértete y cree en el
Evangelio. Se busca que por medio de las prácticas cuaresmales recibamos el
perdón de los pecados y la vida nueva a imagen de Jesús resucitado. Aludo
nuevamente a la parábola. Se busca esto, el perdón y la gracia, y se lo pide a
Dios, al Padre misericordioso que nos esperaba y al vernos de lejos se conmueve
profundamente, corre a nuestro encuentro, nos abraza y besa y nos viste de lo
mejor para empezar la fiesta (cf. Lc. 15, 20 ss.). Porque todos somos hijos
pródigos.
Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata