un corazón de padre
Por INFOVATICANA |
10 agosto, 2021
Padre amado, padre
en la ternura, padre en la obediencia, padre en la acogida, padre de la
valentía creativa, padre trabajador, padre en la sombra. Estas son las
características de la paternidad de san José que el papa Francisco ha querido
destacar en su carta Patris corde con la que ha proclamado el Año de San
José. Pero estas son también las características de aquellos hombres que,
siguiendo el ejemplo del santo de Nazaret, han sabido encarnar sus virtudes en
el ámbito familiar y doméstico y, en particular, en su condición de padres al
servicio del proyecto de Dios. Se trata de un testimonio precioso en una
sociedad en la que «los niños a menudo parecen no tener padre» (Patris corde,
n. 7). Entre ellos destaca la figura polifacética de santo Tomás Moro, que fue
abogado, juez, diplomático, político, hombre de letras, filósofo, ensayista y
poeta, pero sobre todo padre de una gran familia a la que quiso guiar por el
camino de la santidad con esa «ternura paternal» y «valentía creativa» que el
papa Francisco atribuye al padre terrenal de Jesús.
Conocido por ser
el autor de Utopía y por la historia de su martirio, ordenado por el rey
Enrique VIII, ante cuya prepotencia no quiso doblegarse para no desatender la
llamada de su conciencia, Moro es quizá menos conocido por sus vicisitudes
familiares, que lo hacen único en el panorama del Renacimiento cristiano. El
testimonio de su familia impresionó al humanista flamenco Erasmo, quien,
huésped en casa de Moro, quedó tan impresionado que habló a su amigo común
Guillaume Budé de una «academia platónica construida sobre bases cristianas».
Tras estudiar
Derecho y un intenso periodo de discernimiento vocacional en los monjes
cartujos de Londres, donde se planteó entrar en la vida religiosa, Moro tuvo
claro que Dios le llamaba a formar una familia.
Se casó con Jane
Colt que, antes de su prematura muerte a los 23 años, le dio cuatro hijos:
Margaret, Elizabeth, Cecily y John. Su segundo matrimonio fue con la viuda
Alice Middleton, madre de Alice Alington, a la que Moro acogió como a una hija,
al igual que acogió a Margaret Giggs, que fue adoptada desde muy joven y criada
con sus hijos. Era, pues, un «padre en la acogida», igualmente atento con sus
hijos, los criados y los más pobres. Su gran casa estaba siempre abierta para
acoger a cualquiera que necesitara alojamiento y calor humano. Hans Holbein el
Joven inmortalizó para la posteridad a esta gran familia en un cuadro del que
solo quedan los bocetos y las reproducciones; el original se perdió tras la
muerte de Moro y la posterior confiscación de todas sus posesiones por parte de
la Corona.
Al igual que san
José, Moro fue sobre todo un hombre que escuchaba; y no solo en su relación con
sus numerosos amigos y con los pobres que acudían a él en busca de un juicio
justo, sino sobre todo en la escucha de la voz de Dios. Si el ángel le mostró a
san José en cuatro ocasiones el camino a seguir, del mismo modo Moro supo
escuchar y llevar a cabo las sugerencias de Dios, manifestadas en la intimidad
de su conciencia, en la que encontraba esa luz que disipa las tinieblas e
ilumina los pasos del justo. Como «padre en la obediencia», fue capaz de
anteponer la voluntad de Dios a su propia comodidad, a sus propios planes y
deseos, hasta el punto de poner en riesgo su vida y la de sus seres queridos
por defender la verdad y la fe.
Fue esa conciencia
la que le guió a lo largo de su vida en la elección de su vocación, en su
trabajo y en el terreno minado de la política; esa conciencia la que quiso
cultivar, preservar y formar en sus hijos a través de una educación completa
que abarcaba tanto la esfera intelectual como la espiritual. Lo hizo con
cuidado y exigencia, ejerciendo esa autoridad sobre sus hijos que viene de Dios,
la prerrogativa de la patria potestad que la sociedad actual combate y envilece
cada vez más. Se dedicó a esta misión con «corazón de padre», como guardián y
guía de sus hijos, especialmente de las mujeres que le fueron confiadas, a las
que dio un trato revolucionario para la época. Es bien sabido que Moro se
dedicó a la educación de sus esposas, a las que inició en la literatura y las
artes. Aún más evidente y eficaz fue su compromiso con la educación de sus
hijas, que pronto se contaron entre las mujeres más cultas de la época Tudor,
capaces de conversar y dialogar con los humanistas de la época en un momento en
que la cultura era prerrogativa exclusiva de los hombres. Una actitud que el
humanista Juan Luis Vives, uno de los mayores pedagogos y preceptores
cristianos del Renacimiento, alabó en su De Institutione Foeminae Christianae
(1523), uno de los tratados más importantes sobre la educación de las mujeres
en el Renacimiento, dedicado a la reina Catalina de Aragón.
Todo ello sin
retener, encarcelar o poseer (cf. Patris corde, n. 7) a sus hijos y sin
descuidar nunca lo que consideraba la base de toda educación: la imitación de
Cristo y, por tanto, el ejercicio de las virtudes cristianas, inculcadas sobre
todo con su experiencia de padre devoto y piadoso, asiduo a la oración y a los
sacramentos. Así, como José, puso en práctica el antiguo precepto, expresado en
la Shemá y recogido por Jesús, de poner en práctica y enseñar a sus hijos la
ley de Dios (Deuteronomio 6,7; Isaías 38,19; Mateo 5,19).
A pesar de sus
numerosos compromisos, que a menudo le obligaban a permanecer largos periodos
de tiempo en la corte o fuera de la ciudad, Moro nunca descuidó el cuidado de
sus hijos por su trabajo, ni su trabajo por sus hijos. De hecho, fue un «padre
trabajador» que supo vivir con sumo equilibrio entre su vida pública y su vida
privada, entre la vida activa y la contemplativa, sin perder nunca el buen
humor que siempre le caracterizó. Trabajador honesto, siempre dedicado a la
justicia, supo dar «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»
(Mateo 22,21), interpretando el trabajo como un servicio al bien común y no
como un medio para conseguir prestigio, fama y riqueza. Estas cosas no le
faltaron durante los largos años en los que la confianza del soberano le llevó
a ocupar -primer laico en conseguirlo- el cargo de Lord Canciller de
Inglaterra, el más alto y prestigioso del reino.
Pero la historia
le tenía reservado un giro inesperado, y Moro optó por renunciar a su cargo
para obedecer la voz de la conciencia. Cayó en desgracia por su negativa a
firmar las Actas del Parlamento que decretaban la separación de Roma y el
reconocimiento de la Corona como única autoridad espiritual, pero no se
desesperó. Con sano realismo, fue capaz de tomar las riendas de su familia,
animando y consolando a su mujer, a sus hijos y a sus sirvientes, a los que
tuvo que despedir con gran pesar al verse obligado a un redimensionamiento
económico que vivió con suma confianza en Dios; incluso estaba dispuesto a
pedir ayuda a los demás, seguro de que la verdadera vida no viene de la
comodidad, las posesiones o el dinero. «Podemos salir con nuestras bolsas y
pedir juntos la caridad, cantando la Salve Regina de puerta en puerta y
esperando que algún alma buena, compadecida, nos dé una pequeña limosna; así
estaremos todos juntos de nuevo, unidos y felices». De este modo, Tomás Moro
demostró su capacidad para poner en práctica la «valentía creativa» con la que
san José se enfrentó a las dificultades, los peligros y los imprevistos de la
vida, transformando «un problema en una oportunidad, anteponiendo siempre la
confianza en la Providencia» (Patris corde, n. 5). Encarcelado en la Torre de
Londres, consiguió una libertad interior de la que pocos presos han podido
presumir; vivió como un «padre en la sombra», «descentrándose» para dejar
espacio a Dios, en un silencio elocuente y en el don de sí mismo, confiando su
destino y el de sus hijos a Dios.
Como san José,
Tomás Moro «nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos
tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca» (Patris corde, n. 2). De
hecho, fue en el momento más duro y doloroso de su vida cuando renunció
expresamente a todo honor y comodidad para dedicar su vida a Dios, cuya
primacía no quiso sustituir por ningún tesoro mundano. Esta es, pues, la
enseñanza que el mártir inglés quiso dejar a sus hijos: la primacía de la vida
interior, la centralidad de la conciencia como lugar de discernimiento, del
encuentro entre el hombre y Dios, y la realización de la voluntad de Dios como
única y verdadera «utopía» a la que vale la pena dedicar la propia vida.
Publicado por
Miguel Quartero Samperi en l’Osservatore Romano.
Traducido por
Verbum Caro para InfoVaticana.
Miguel Quartero
Samperi es el autor de Tomás Moro. La luz de la conciencia, publicado por Homo
Legens, Madrid 2020.