es un don de Dios
Pedro Javier María
Andereggen
La Nación, 2 de
octubre de 2024
La doctrina social
de la Iglesia no es una carga, sino un verdadero regalo de Dios a la humanidad,
porque ilumina sobre los correctos principios en la formulación de las leyes
que deben regir las relaciones políticas, económicas y sociales, muchas veces difíciles
de alcanzar, al quedar los conflictos por la escasez de bienes a la merced de
las pasiones, que oscurecen la razón y endurecen el corazón humano. Por ello, a
lo largo de la historia, las enseñanzas de la Iglesia han sido una fuente de
gran inspiración, no sin dejar de recibir acusaciones extremas, en cuya raíz
subyace un erróneo escepticismo acerca de su idoneidad para comprender lo que
toca a las realidades más temporales del hombre.
Es un postulado
evidente del bien común que no todo deba medirse exclusivamente con la vara de
la eficiencia económica inmediata, ya que también existen otros valores
superiores desde el punto de vista moral, político y social. En su famosa obra
Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Adam
Smith juzgó la ley de navegación como la reglamentación más sabia de Inglaterra
afirmando que “la defensa es mucho más importante que la opulencia”.
Nuestro país, en
especial la ciudad de Buenos Aires, es ejemplo de solidaridad asistencial a
través de los hospitales públicos, como lo es México en el asilo político o
Albania en la acogida de los refugiados. La hermandad latinoamericana, legado
de la hispanidad, impide el rechazo absoluto de toda asistencia a enfermos de
países vecinos. Los abusos de una atención masiva e indiscriminada pueden
evitarse con la intervención de comisiones médicas en colaboración con las
autoridades extranjeras.
La educación
estatal gratuita, incluida la universitaria, asegura un mínimo de igualdad de
oportunidades. Debe estar libre de finalidades ideológicas y políticas,
buscando solo la excelencia del conocimiento. Ello no excluye facilitar la
elección de la educación de gestión privada, en especial si procura la
educación religiosa, garantizada por los tratados. Los aportes estatales son un
derecho exigible y no una concesión graciosa sujeta a la discreción del
gobernante de turno.
No es posible que
en un país de tanta extensión y riqueza existan familias viviendo en la miseria
a la vera de aguas inmundas. Una ley nacional que posibilite emprender loteos
privados libres de trabas burocráticas, con ciertas exenciones impositivas o
arancelarias y líneas crediticias adecuadas para la adquisición de terrenos,
materiales y contratación de mano de obra para la autoconstrucción de la
vivienda propia, además de dar estabilidad a las familias, evitará los
sobreprecios de los planes estatales y los favoritismos políticos en su
asignación. Una mayoría de población propietaria ahuyenta la demagogia
electoral.
La emergencia
alimentaria, sobre la que advirtió oportunamente la Conferencia Episcopal
Argentina, obliga a evaluar el componente fiscal directo o indirecto de las
necesidades básicas. Es un purismo ingenuo e injusto que se apliquen de igual
forma impuestos sobre el alimento, el vestido, la habitación, la educación y la
salud más imprescindibles que con relación a aquello tiene destino final el
lujo y la disipación. De lo contrario, según el autor citado, se produce “una
desigualdad de la peor especie porque a menudo inciden más sobre los pobres que
sobre los ricos”. La bendita Madre Teresa se indignaba no contra la comodidad,
ya que decía podía haberse ganado trabajando, sino contra el dispendio y el
derroche. El juego –siempre degradante y expoliador– y el lujo excesivo en
medio de la pobreza e indigencia llevan a la ruina económica de personas y
familias enteras a través de la imitación. En los verdaderos cristianos –y en
todo hombre de buena voluntad–, la modestia y la austeridad deben ser la regla
y así deben ser educados los niños, especialmente los de más acomodada
condición, para ser ejemplo integrador de armonía y paz social.
El alimento de los
niños –desde la concepción hasta los 18 años– y sus demás necesidades son un
derecho porque resultan imprescindibles para el sostén de la vida, que el
Estado debe siempre garantizar. Ello comprende también a toda otra persona
vulnerable sin ingresos ni posibilidades de trabajar. La asignación universal
por hijo y las pensiones por discapacidad –real y comprobada– y vejez son una
ayuda justa que no merece la crítica genérica de otros planes sociales que, por
su inexacta formulación, asignación o falta de control, dan lugar a grandes
abusos que llevan a la desidia y al manejo político.
Nunca debe ser
vista como sospechosa la ayuda a los pobres por parte de ningún miembro de la
Iglesia, de las otras confesiones religiosas ni de las organizaciones sociales
que no dan indicios de insinceridad o corrupción. Esa desconfianza impide el
diálogo en la búsqueda de soluciones a los problemas sociales y no es el
sentido profundo de la regla de San Pablo de que “el que no quiera trabajar,
que no coma”. Es un recurso fácil caer en el simplismo o aun en la tentación de
buscar la culpa en el necesitado, para no dar hasta que duela, incluso a los
adictos y a los alcohólicos, como decía la Madre Teresa. La existencia de un
sistema político, legal, económico y social inequitativo, consecuencia del
gasto público superlativo e ineficiente y su correlato necesario de un brutal
exceso de impuestos distorsivos, el enorme endeudamiento público y las
regulaciones agobiantes no son justificativo para abandonarlos en esa triste y
a veces desesperada situación, como si ellos fueran los responsables de ese
régimen perverso. Nadie puede quedar excluido de la caridad, recuerda la
Oración por la Patria.
El justo
equilibrio entre el mandato bíblico de ganar el pan con el sudor de la frente y
las obras de misericordia evangélicas –como dar de comer al hambriento– veda el
asistencialismo improductivo –siempre injusto hacia los que trabajan– y la
indiferencia ante la necesidad del prójimo, en especial de los más impedidos
para trabajar. Los hombres deben actuar en todos los campos “con la valentía de
la libertad de los hijos de Dios” –según la feliz expresión de la Oración por la
Patria–, lo que no exime –todo lo contrario– de las obligaciones impositivas y
laborales; ni justifica ganancias empresarias desproporcionadas a través de
prebendas o condiciones monopólicas o el abuso sindical de la huelga y la
protesta por medio de la violencia. La Constitución nacional consagra la
libertad individual de ejercer el comercio y la industria, con los límites de
la moral, el orden público y los derechos de terceros; la de trabajar con
protección contra el despido arbitrario, y los derechos de propiedad y defensa
en juicio, incompatibles con la aplicación de multas, costas o intereses
exorbitantes, que en lugar de proteger el trabajo incitan y multiplican
reclamos indebidos, con grave daño social al desalentar la creación del empleo.
El beato Fray
Mamerto Esquiú y el venerable siervo de Dios Enrique Shaw nos sirvan de modelo
en la búsqueda de soluciones justas a los problemas sociales y económicos de
nuestra patria.
Presidente de la
Corporación de Abogados Católicos