CONFERENCIA EPISPOCAL ESPAÑOLA
«Para la libertad nos ha liberado Cristo» (Gal 5, 1)
I. JUSTIFICACIÓN
DE LA PRESENTE NOTA
El ser humano se
caracteriza por tener conciencia de su propia dignidad y de que la salvaguarda
de la misma está unida al respeto de su libertad. La convicción de que ambas
son inseparables y de que todos los seres humanos, sea cual sea su situación
económica o social, tienen la misma dignidad y, por ello, derecho a vivir en
libertad, constituye uno de los avances más importantes en la historia de la
humanidad: «Jamás tuvieron los hombres un sentido tan agudo de la libertad como
hoy» (1) . La aspiración a vivir en libertad está inscrita en el corazón del
hombre.
La libertad no se
puede separar de los otros derechos humanos, que son universales e inviolables.
Por tanto, requieren ser tutelados en su conjunto, hasta el punto de que «una
protección parcial de ellos equivaldría a su no reconocimiento» (2). La raíz de
los mismos «se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano» (3),
y su fuente última «no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos,
en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y
en Dios su creador» (4). En los documentos del Magisterio de la Iglesia encontramos
enumeraciones de estos derechos (5) . El primero de todos es el derecho a la
vida desde su concepción hasta su conclusión natural, que «condiciona el
ejercicio de cualquier otro derecho y comporta, en particular, la ilicitud de
toda forma de aborto provocado y de eutanasia» (6). El derecho a la libertad
religiosa es también fundamental, pues es «un signo emblemático del auténtico
progreso del hombre en todo régimen, en toda sociedad, sistema o ambiente» (7).
En el proceso que
condujo a la formulación y a la proclamación de los derechos del hombre, estos
se concebían como expresión de unos límites éticos que el Estado no puede
traspasar en su relación con las personas. Eran una defensa frente a las
tentaciones totalitarias y a la tendencia que los poderes públicos tienen a
invadir la vida de las personas en todos los ámbitos, o de disponer de ella en
función de sus propios intereses. Por ello, la Iglesia los valora como una
«extraordinaria ocasión que nuestro tiempo ofrece para que, mediante su consolidación,
la dignidad humana sea reconocida más eficazmente y promovida universalmente»
(8). En la doctrina católica, además, son vistos como expresión de las normas
morales básicas que en toda ocasión y circunstancia deben respetarse (9) , y
del camino para la consecución de una vida más digna y una sociedad más justa
(10) .
En las últimas
décadas se está imponiendo una nueva visión de los derechos humanos. Vivimos en
un ambiente cultural caracterizado por un individualismo que no quiere aceptar
ningún límite ético. Esto ha conducido a que se reconozcan por parte de los
poderes públicos unos nuevos “derechos” que, en realidad, son la manifestación
de deseos subjetivos. De este modo, estos deseos se convierten en fuente de
derecho, aunque su realización implique la negación de auténticos derechos
básicos de otros seres humanos. Esto ha tenido consecuencias en la legislación:
comportamientos que eran tolerados mediante una “despenalización” adquieren la
consideración de “derechos” que deben ser protegidos y promovidos.
Recientemente
hemos asistido en nuestro país a la aprobación de la ley que permite la
práctica de la eutanasia y la considera como un derecho de la persona. Es un
paso más en el conjunto de leyes que conducen a que la vida humana quede
gravemente desprotegida (11). También se han aprobado leyes que se inspiran en
principios antropológicos que absolutizan la voluntad humana, o en ideologías
que no reconocen la naturaleza del ser humano que le ha sido dada en la
creación, y que debe ser la fuente de toda moralidad. En estas leyes se
promueve, además, la imposición de estos principios en los planes educativos, y
se restringe el derecho a la objeción de conciencia tanto de las personas como
de las instituciones educativas, sanitarias o de asistencia social, con lo que
se limita el ejercicio de la libertad.
Esto nos lleva a
pensar que, si bien es cierto que nunca el ser humano ha tenido un sentido tan
acusado de la propia libertad, esta estará siempre amenazada por estados y
grupos de poder que no dudan en utilizar cualquier medio para influir en la
conciencia de las personas, para difundir determinadas ideologías o para
defender los propios intereses. Actualmente tenemos la sensación de que se
“toleran” algunos derechos humanos como si se tratara de una concesión
“graciosa”, de que se recortan progresivamente, y de que se promueven valores
contrarios a las convicciones religiosas de amplios grupos de la sociedad. La
utilización del poder para modelar la conciencia moral de las personas
constituye una amenaza para la libertad.
En continuidad con
las enseñanzas de esta CEE expresadas en la instrucción pastoral «La verdad os
hará libres» (Jn 8,32) (12); y de acuerdo con la carta de la Congregación para
la Doctrina de la Fe Samaritanus bonus, en la que se pide «una toma de posición
clara y unitaria por parte de las conferencias episcopales, las iglesias
locales, así como de las instituciones católicas para tutelar el propio derecho
a la objeción de conciencia en los contextos legislativos que prevén la eutanasia
y el suicidio» (13); en la presente nota queremos recordar los principios
morales que los católicos debemos tener presentes para decidir sobre nuestra
actuación ante estas leyes y otras semejantes, y que cualquier estado o persona
comprometidos en la defensa de los derechos humanos pensamos que deberían
respetar.
II. LA LIBERTAD
RELIGIOSA Y DE CONCIENCIA
La libertad, que
consiste en «el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no
obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones
deliberadas» (14), es una característica esencial del ser humano dada por Dios
en el momento de su creación (15). Es el «signo eminente de su imagen divina»
(16) y, por ello, la expresión máxima de la dignidad que le es propia. Al crear
al ser humano dotado de libertad, Dios quiere que este lo busque y se adhiera a
él sin coacciones para que, de este modo, «llegue a la plena y feliz
perfección» (17). Estamos, por tanto, ante algo de lo que ningún poder humano
puede lícitamente privarnos: «Toda persona humana, creada a imagen de Dios,
tiene el derecho natural de ser reconocida como libre y responsable» (18).
Esta
característica esencial del ser humano no se entiende como una ausencia de toda
ley moral que indique límites a su actuación, o como «una licencia para hacer
todo lo que agrada, aunque sea malo» (19). El ser humano no se ha dado a sí
mismo la existencia, por lo que ejerce correctamente su libertad cuando
reconoce su radical dependencia de Dios, vive en permanente apertura a él y
busca cumplir su voluntad. Además, ha sido creado como miembro de la gran
familia humana, por lo que el ejercicio de su libertad está condicionado por
las relaciones que configuran su existencia: con los otros seres humanos, con
la naturaleza y consigo mismo. La libertad no puede ser entendida como un
derecho a actuar al margen de toda exigencia moral.
El respeto a la
libertad de todas las personas, que constituye una obligación de los poderes
públicos, se manifiesta, sobre todo, en la defensa de la libertad religiosa y
de conciencia: «El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia
inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral
y religiosa» (20). Vivimos inmersos en una cultura que no valora lo religioso
como un factor positivo para el desarrollo de las personas y las sociedades. El
principio que está en la base de muchas leyes que se aprueban es que todos
debemos vivir como si Dios no existiese. Se tiende a minusvalorar lo religioso,
a reducirlo a algo meramente privado y a negar la relevancia pública de la fe.
Esto lleva a considerar la libertad religiosa como un derecho secundario.
Sin embargo,
estamos ante un derecho fundamental porque el hombre es un ser abierto a la
trascendencia y porque afecta a lo más íntimo y profundo de su ser, que es la
conciencia. Por tanto, cuando no es respetado, se atenta contra lo más sagrado
del ser humano, y cuando lo es, se está protegiendo la dignidad de la persona
humana en su raíz. Se trata de un derecho que tiene un estatuto especial y que
debe ser reconocido y protegido dentro de los límites del bien común y del
orden público (21). Podemos afirmar, por tanto, que la salvaguarda del derecho
a la libertad religiosa y de conciencia constituye un indicador para verificar
el respeto a los otros derechos humanos. Si no se garantiza eficazmente, es que
no se cree de verdad en ellos.
En virtud del
derecho a la libertad religiosa, «no se obligue a nadie a actuar contra su
conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, pública o privadamente,
solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites» (22). Este derecho no
debe entenderse en un sentido minimalista reduciéndolo a una tolerancia o
libertad de culto (23). Además de la libertad de culto, exige el reconocimiento
positivo del derecho de toda persona a ordenar las propias acciones y las
propias decisiones morales según la verdad (24); del derecho de los padres a
educar a los hijos según las propias convicciones religiosas y todo lo que
conlleva la vivencia de las mismas, especialmente en la vida social y en el
comportamiento moral; de las comunidades religiosas a organizarse para una
vivencia de la propia religión en todos los ámbitos; de todos a profesar
públicamente la propia fe y a anunciar a otros el propio mensaje religioso.
La obligación, por
parte de los poderes públicos, de tutelar la libertad religiosa de todos los
ciudadanos (25), no excluye que esta deba ser regulada en el ordenamiento
jurídico. Esta regulación ha de inspirarse en una valoración positiva de lo que
las religiones aportan a la sociedad, en la salvaguarda del orden público y en
la búsqueda del bien común, que consiste en «la suma de aquellas condiciones de
vida social mediante las cuales los hombres pueden conseguir más plena y
rápidamente su perfección» y, sobre todo, «en el respeto a los derechos de la
persona humana» (26). Una legislación apropiada sobre la libertad religiosa
debe partir del principio fundamental de que esta «no debe restringirse, a no
ser que sea necesario y en la medida en que lo sea» (27) .
En la regulación
de este derecho, el Estado debería observar algunos principios: 1. Procurar la
igualdad jurídica de los ciudadanos y evitar las discriminaciones que tengan
como fundamento la religión. 2. Reconocer los derechos de las instituciones y
de grupos constituidos por miembros de una determinada religión para la
práctica de la misma. 3. Prohibir todo aquello que, aun siendo ordenado
directamente por preceptos o inspirándose en principios religiosos, suponga un
atentado a los derechos y a la dignidad de las personas, o ponga en peligro sus
vidas. Desde estos principios, las leyes han de garantizar el derecho de todo
hombre «de actuar en conciencia y libertad a fin de tomar personalmente las
decisiones morales» (28).
III. LA DIGNIDAD
DE LA CONCIENCIA
En el ejercicio de
su libertad, cada persona debe tomar aquellas decisiones que conducen a la
consecución del bien común de la sociedad y de su propio bien personal. Por
ello, el ser humano que, al haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, es
una criatura libre, tiene la obligación moral de buscar la verdad, pues solo la
verdad es el camino que conduce a la justicia y al bien. Esta obligación nace
del hecho de que el hombre, al no haberse creado a sí mismo, tampoco es creador
de los valores, por lo que el bien y el mal no dependen de su voluntad. Su
tarea consiste en discernir cómo debe actuar en las múltiples situaciones en
las que se puede encontrar y que le llevan a tomar decisiones concretas (29) .
Para que pueda
conocer en cada momento lo que es bueno o malo, junto al don de la libertad,
Dios ha dotado al ser humano de la conciencia, que es «el núcleo más secreto y
el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo
más íntimo de ella» (30). Decidir y actuar según la propia conciencia
constituye la prueba más grande de una libertad madura y es una condición para
la moralidad de las propias acciones. Estamos ante el elemento más personal de
cada ser humano, que hace de él una criatura única y responsable ante Dios de
sus actos. La conciencia, aunque no sea infalible y pueda incurrir en el error,
es la «norma próxima de la moralidad personal» (31) , por lo que todos debemos
actuar en conformidad con los juicios que emanan de ella (32) .
El hombre en su
conciencia descubre una ley fundamental «que no se da a sí mismo, sino a la que
debe obedecer y cuya voz resuena en los oídos de su corazón, llamándolo a amar
y hacer el bien y a evitar el mal» (33) . Esta ley es la fuente de todas las
normas morales, por lo que en la obediencia a ella encontramos el principio de
la moralidad. El ser humano «está obligado a seguir fielmente lo que sabe que
es justo y recto» (34). Si obra así, está actuando de acuerdo con su dignidad
(35). En cambio, cuando sus actos no están inspirados en la búsqueda de la
verdad y el deseo de adecuarse a las normas morales objetivas, con facilidad se
deja llevar por los propios deseos e intereses egoístas, y «poco a poco, por el
hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» (36).
Actuar según la
propia conciencia no siempre es fácil: exige la percepción de los principios
fundamentales de moralidad, su aplicación a las circunstancias concretas
mediante el discernimiento, y la formación de un juicio sobre los actos que se
van a realizar. A menudo se viven situaciones que hacen el juicio moral menos
seguro; frecuentemente el hombre está sometido a influencias del ambiente
cultural en que vive, a presiones que le vienen desde el exterior y a sus
propios deseos. Todo esto puede llegar a oscurecer sus juicios morales e
inducir al error a causa de la ignorancia. Sin embargo, cuando esta no es
culpable, «la conciencia no pierde su dignidad» (37), pues buscar los caminos
para formarse un juicio moral y actuar de acuerdo con sus dictados es más digno
del ser humano que prescindir de la pregunta por la moralidad de sus actos.
IV. LA FUNCIÓN DEL
ESTADO
El ser humano es,
por naturaleza, un ser social. Por ello, en sus decisiones morales no debe
buscar únicamente el propio bien, sino el de todos. En sus actos ha de tener en
cuenta unos principios básicos de moralidad: hacer a los demás lo que le
gustaría que le hicieran a él; no hacer un mal para obtener un bien; actuar con
caridad respetando al prójimo y su conciencia, etc. Para regular las relaciones
entre los miembros de la sociedad son necesarias las estructuras políticas. La
comunidad política «deriva de la naturaleza de las personas» y es, por tanto,
«una realidad connatural a los hombres» (38) . Su finalidad es favorecer el
crecimiento más pleno de todos los miembros de la sociedad y promover, de este
modo, el bien común, algo que es inalcanzable para cada individuo sin una
organización de la convivencia.
En su servicio al
bien común, los poderes públicos han de respetar la autonomía de las personas,
por lo que en ningún momento se puede prohibir que cada cual se forme su propia
opinión sobre aquellos temas que afectan a la vida social. Tampoco se pueden
impedir las iniciativas que nacen de la sociedad y que buscan el bien común de
todos. Cuando en la comunidad política se defienden los derechos humanos y se
crea un ambiente favorable para que los ciudadanos los ejerzan, ya se está
contribuyendo al bien común (39) .
La autoridad es un
instrumento de coordinación al servicio de la sociedad. Su ejercicio no puede
ser absoluto y se ha de realizar dentro de los límites del respeto a la persona
y a sus derechos. Tampoco puede convertirse en una instancia que pretenda
invadir o regular todos los aspectos de la vida de las personas y de las
familias. Los poderes públicos, que tienen como misión favorecer la vida
ordenada en la sociedad, no pueden anular o suplantar las iniciativas
particulares, aunque deben regularlas para que sirvan al bien común. Tanto en la
vida económica como en la vida social «la acción del Estado y de los demás
poderes públicos debe conformarse al principio de subsidiariedad» (40).
Estos principios
han de ser tenidos en cuenta en aquellas cuestiones que afectan a la libertad
religiosa y de conciencia de las personas. El Estado puede ordenar el ejercicio
de la libertad religiosa, para que esta pueda desplegarse en respeto a las
demás libertades y favorecer la convivencia social. Esta regulación puede
justificar la prohibición de ciertas prácticas religiosas, pero no porque sean
religiosas, sino porque sean contrarias al respeto, a la dignidad o integridad
de las personas, o porque pongan en peligro alguno de los derechos
fundamentales. Del mismo modo que el Estado no puede ser parcial en materia
religiosa (41) , tampoco puede constituirse en promotor de valores o de
ideologías contrarias a las creencias de una parte de la sociedad. La
neutralidad exigida en materia religiosa se extiende a las opciones morales que
se debaten en la sociedad. Cuando el poder se sirve de los medios de los que
dispone para difundir una determinada concepción del ser humano o de la vida,
se está extralimitando en sus funciones.
V. LA OBJECIÓN DE
CONCIENCIA
«El ciudadano
tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de las
autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del
orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas
del Evangelio» (42). La objeción de conciencia supone que una persona antepone
el dictado de su propia conciencia a lo ordenado o permitido por las leyes.
Esto no justifica cualquier desobediencia a las normas promulgadas por las
autoridades legítimas. Se debe ejercer respecto a aquellas que atentan
directamente contra elementos esenciales de la propia religión o que sean
«contrarias al derecho natural en cuanto que minan los fundamentos mismos de la
dignidad humana y de una convivencia basada en la justicia» (43).
Además de ser un
deber moral, es también un «derecho fundamental e inviolable de toda persona,
esencial para el bien común de toda la sociedad» (44), que el Estado tiene
obligación de reconocer, respetar y valorar positivamente en la legislación
(45). No es una concesión del poder, sino un derecho pre-político, consecuencia
directa del reconocimiento de la libertad religiosa, de pensamiento y de
conciencia. Por ello, el Estado no debe restringirlo o minimizarlo con el
pretexto de garantizar el acceso de las personas a ciertas prácticas
reconocidas legalmente, y presentarlo como un atentado contra “los derechos” de
los demás. Una justa regulación de la objeción de conciencia exige que se
garantice que aquellos que recurren a ella no serán objeto de discriminación
social o laboral (46). La elaboración de un registro de objetores a
determinados actos permitidos por la ley atenta contra el derecho de todo
ciudadano a no ser obligado a declarar sobre sus propias convicciones
religiosas o ideológicas. De todos modos, donde legalmente se exija este
requisito «los agentes sanitarios no deben vacilar en pedirla (la objeción de
conciencia) como derecho propio y como contribución específica al bien común»
(47) .
En cumplimiento de
este deber moral, el cristiano no «debe prestar la colaboración, ni siquiera
formal, a aquellas prácticas que, aun siendo admitidas por la legislación
civil, están en contraste con la ley de Dios» (48) . Puesto que el derecho a la
vida tiene un carácter absoluto y nadie puede decidir por sí mismo sobre la
vida de otro ser humano ni tampoco sobre la propia, «ante las leyes que
legitiman la eutanasia o el suicidio asistido, se debe negar siempre cualquier
cooperación formal o material inmediata» (49). Esta «se produce cuando la
acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en
un contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra
la vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente
principal» (50) . Esta cooperación convierte a la persona que la realiza en
corresponsable (51) y no se puede justificar invocando el respeto a la libertad
y a los “derechos” de los otros (52) , ni apoyándose en que están previstos y
autorizados por la ley civil.
Por ello, los
católicos estamos absolutamente obligados a objetar en aquellas acciones que,
estando aprobadas por las leyes, tengan como consecuencia la eliminación de una
vida humana en su comienzo o en su término: «El aborto y la eutanasia son
crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo
no solo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario,
establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la
objeción de conciencia» (53). Aunque no todas las formas de colaboración
contribuyen del mismo modo a la realización de estos actos moralmente ilícitos,
deben evitarse, en la medida de lo posible, aquellas acciones que puedan
inducir a pensar que se están aprobando.
Actualmente, los
católicos que tienen responsabilidades en instituciones del Estado, con
frecuencia se ven sometidos a conflictos de conciencia ante iniciativas
legislativas que contradicen principios morales básicos. Puesto que el deber
más importante de una sociedad es el de cuidar a la persona humana (54), no
pueden promover positivamente leyes que cuestionen el valor de la vida humana,
ni apoyar con su voto propuestas que hayan sido presentadas por otros. Su deber
como cristianos es «tutelar el derecho primario a la vida desde su concepción
hasta su término natural» (55) , por lo que tienen la «precisa obligación de
oponerse a estas leyes» (56). Esto no impide que, cuando no fuera posible
abrogar las que están en vigor o evitar la aprobación de otras, quedando clara
su absoluta oposición personal, puedan «lícitamente ofrecer su apoyo a
propuestas encaminadas a limitar los daños de estas leyes y disminuir así los
efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública» (57).
Aunque las
decisiones morales corresponden a cada persona, el derecho a la libertad de
conciencia, por analogía, se puede atribuir también a aquellas comunidades o
instituciones creadas por los miembros de una misma religión para vivir mejor
su fe, anunciarla o servir a la sociedad de acuerdo con sus convicciones. Estas
tienen una serie de valores y principios que les confieren una identidad propia
e inspiran su actuación. Por este hecho no dejan de prestar un servicio a la
sociedad. Es legítima, por tanto, la objeción de conciencia institucional a
aquellas leyes que contradicen su ideario. El Estado tiene el deber de
reconocer este derecho. Si no lo hace, pone en peligro la libertad religiosa y
de conciencia. Nos alegra constatar que algunas instituciones de la sociedad
civil que han abordado esta cuestión desde otras perspectivas y se han
pronunciado sobre ella, coincidan con nosotros en este punto (58).
Las instituciones
sanitarias católicas, que «constituyen un signo concreto del modo con el que la
comunidad eclesial, tras el ejemplo del buen samaritano, se hace cargo de los
enfermos» (59), están llamadas a ejercer su misión desde «el respeto a los
valores fundamentales y a aquellos cristianos constitutivos de su identidad,
mediante la abstención de comportamientos de evidente ilicitud moral» (60). Por
ello, no se deben plegar a las fuertes presiones políticas y económicas que les
inducen a aceptar la práctica del aborto o de la eutanasia. Tampoco es
éticamente aceptable «una colaboración institucional con otras estructuras
hospitalarias hacia las que orientar y dirigir a las personas que piden la
eutanasia. Semejantes elecciones no pueden ser moralmente admitidas ni apoyadas
en su realización concreta, aunque sean legalmente posibles» (61) . Esto
supondría una colaboración con el mal.
Actualmente
estamos asistiendo a la difusión de antropologías contrarias a la visión
cristiana del hombre, de la sexualidad, del matrimonio y de la familia, que
tiene como consecuencia la normalización de ciertos comportamientos morales
opuestos a las exigencias de la ley de Dios. Frecuentemente estas ideologías
son promovidas por los poderes públicos y se impone su difusión en centros
educativos mediante leyes que tienen un carácter coercitivo. Se piensa que su
imposición constituye el medio para evitar los delitos de odio hacia ciertos
grupos o personas debido a sus características. El deber de los cristianos de
respetar la dignidad de cualquier ser humano, de amarlo como a un hermano y de
apoyarlo en cualquier circunstancia de su vida, no implica la asunción de
principios antropológicos contrarios a la visión cristiana del hombre. Dado que
la libertad religiosa y de conciencia es un derecho fundamental, los católicos
tienen el deber de oponerse a la imposición de estas ideologías. Este deber lo
han de ejercer, en primer lugar, los padres que, por ser los primeros
educadores de sus hijos, tienen el derecho de formarlos de acuerdo con sus
convicciones religiosas y morales, y de elegir las instituciones educativas que
estén de acuerdo con ellas, cuya identidad ha de ser garantizada.
VI. LA LIBERTAD
CRISTIANA
La libertad humana
no es únicamente una “libertad amenazada”, sino que es también una “libertad
herida” por el pecado. Si el hombre ha sido creado libre para que pudiera
buscar a Dios y adherirse a él sin coacciones, el pecado lo ha llevado a la
desobediencia a Dios y ha provocado en él una división interior. El ser humano
experimenta constantemente que no hace el bien que quiere, sino el mal que
aborrece (cf. Rom 7, 15), y que vive sujeto a sus pasiones y a sus deseos. El
pecado es fuente de esclavitud interior para él, porque lo arrastra a hacer
todo aquello que lo lleva a la muerte. La idea de una libertad autosuficiente o
de un hombre que por sus propias fuerzas es capaz de hacer siempre el bien y
buscar la justicia, no responde ni a la propia experiencia ni a la historia de
la humanidad. Además de esta impotencia, el ser humano experimenta también lo
que significa vivir sin esperanza porque el miedo a la muerte, que es el
horizonte último de su existencia, lo domina y lo incapacita también para
ejercer su libertad con todas sus consecuencias. El pecado, que conduce a la
muerte e impide amar a Dios con todo el corazón y obedecer su voluntad, ha
herido la libertad humana.
«Si el Hijo de
Dios os hace libres, seréis realmente libres» (Jn 8, 36). El conocimiento de
Cristo nos abre a la libertad plena y verdadera: «Si permanecéis en mi palabra,
seréis de verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará
libres» (Jn 8, 32). El encuentro con el Señor es un acontecimiento de gracia
que nos permite participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (cf.
Rom 8, 21) y vivir una nueva existencia caracterizada por la fe, la esperanza y
la caridad.
El pecado es la
negativa por parte del hombre a reconocer a Dios como Señor, a glorificarlo y a
darle gracias. En cambio, la fe es obediencia a Dios. Si el hombre por el
pecado lo ha rechazado, por la fe llega a reconocerlo como a su Señor. Y es
obedeciéndolo como el hombre se libera de la esclavitud de las apetencias que
el pecado despierta en él. La fe fructifica en la esperanza. La muerte es el
horizonte amenazador de la vida del hombre. El miedo a la muerte lo domina,
hasta el punto de que todo lo que hace es para liberarse de ella. El drama del
hombre consiste en que, a pesar de su esfuerzo, nunca lo podrá conseguir por sí
mismo. En su resurrección, Cristo nos ha abierto un horizonte de vida. Gracias
al Misterio pascual el temor a la muerte que nos esclaviza se ha desvanecido.
Esta esperanza confiere al creyente la fuerza necesaria para afrontar las
pruebas y los sufrimientos del tiempo presente, sin perder la confianza en Dios
y la alegría de quien se siente unido a Cristo. El amor es la expresión más
evidente de la libertad cristiana. El creyente, que se sabe amado y salvado por
Dios, por amor a él y con un sentimiento de gratitud, cumple su voluntad, no
por miedo al castigo, sino impulsado por la caridad que el Espíritu Santo ha
derramado en su corazón (cf. Rom 5, 5).
Esta libertad que
tiene su origen en Cristo da fuerza para superar las dificultades con las que
el creyente puede encontrarse para actuar en coherencia con su fe (62) . Los
valores que se están generalizando en nuestra cultura y las leyes que se están
aprobando en nuestras sociedades occidentales sitúan a los creyentes ante
problemas difíciles de conciencia. Frecuentemente nos encontramos ante opciones
dolorosas, que exigen sacrificios en la vida profesional e incluso en la vida
familiar. «Es precisamente en la obediencia a Dios —a quien solo se debe aquel
temor que es el reconocimiento de su absoluta soberanía— de donde nacen la
fuerza y el valor para resistir a las leyes injustas de los hombres» (63) .
Quien no se deja vencer por el miedo está recorriendo el camino que lo conduce
a la verdadera libertad que únicamente se encuentra en Cristo(64) .
Madrid, 25 de
marzo de 2022, solemnidad de la Anunciación del Señor
1. CONCILIO
VATICANO II, Gaudium et spes, n. 4.
2. Compendio de
Doctrina Social de la Iglesia, n. 154: «Universalidad e indivisibilidad son las
líneas distintivas de los derechos humanos».
3. Ibíd., n. 153.
4. Ibíd.
5. Cf. SAN JUAN
PABLO II, Centesimus annus, n. 47. Cf. también Compendio de Doctrina Social de
la Iglesia, n. 155.
6. Compendio de
Doctrina Social de la Iglesia, n. 155.
7. Ibíd.
8. Ibíd.
9. Cf. CONCILIO
VATICANO II, Gaudium et spes, n. 27: «Todo lo que se opone a la vida, como los
homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el
mismo suicidio voluntario… son oprobios que, al corromper la civilización
humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia
y son totalmente contrarios al honor debido al Creador».
10. Cf. Ibíd., n.
26: «Conviene, pues, que se haga accesible al hombre todo lo que necesita para
llevar una vida verdaderamente humana, como es el alimento, el vestido, la
vivienda, el derecho a elegir libremente un estado de vida… a actuar de acuerdo
con la recta norma de su conciencia… y a la justa libertad también en materia
religiosa».
11. Cf. FRANCISCO,
Discurso a la Federación Nacional de los Colegios de Médicos y Cirujanos
dentales (20.IX.2019): L’Osservatore Romano (21.IX.2019), 8: «Se puede y se
debe rechazar la tentación ―inducida también por cambios legislativos― de
utilizar la medicina para apoyar una posible voluntad de morir del paciente,
proporcionando ayuda al suicidio o causando directamente su muerte por
eutanasia. Son formas apresuradas de tratar opciones que no son, como podría
parecer, una expresión de la libertad de la persona, cuando incluyen el
descarte del enfermo como una posibilidad, o la falsa compasión frente a la
petición de que se le ayude a anticipar la muerte».
12. CONFERENCIA
EPISCOPAL ESPAÑOLA, «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32), (20.II.1990).
13. CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Samaritanus bonus, n. 9.
14. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1731.
15. SAN IRENEO DE
LYON, Adversus haereses, 4, 4, 3: PG 7, 983: «El hombre fue creado libre y
dueño de sus actos».
16. CONCILIO
VATICANO II, Gaudium et spes, n. 17.
17. Ibíd.
18. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1738.
19. CONCILIO
VATICANO II, Gaudium et spes, n. 17.
20. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1738; cf. CONCILIO VATICANO II, Dignitatis humanae, n.
2.
21. Cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1738.
22. CONCILIO
VATICANO II, Dignitatis humanae, nn. 2-3.
23. Cf. FRANCISCO,
Discurso en el encuentro con el pueblo marroquí, las autoridades, la sociedad
civil y el cuerpo diplomático (30.III.2019): «La libertad de conciencia y la
libertad religiosa —que no se limita solo a la libertad de culto, sino a
permitir que cada uno viva según la propia convicción religiosa— están
inseparablemente unidas a la dignidad humana».
24. Cf. BENEDICTO
XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, La libertad religiosa, camino
para la paz (1.I.2011), n. 3.
25. Cf. CONCILIO
VATICANO II, Dignitatis humanae, n. 7.
26. CONCILIO
VATICANO II, Dignitatis humanae, n. 6.
27. Ibíd., n. 7.
28. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1782.
29. Cf. SAN JUAN
PABLO II, Veritatis splendor, nn. 57-61.
30. CONCILIO
VATICANO II, Gaudium et Spes, n. 16; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
1776.
31. SAN JUAN PABLO
II, Veritatis splendor, n. 60.
32. Cf. Catecismo
de la Iglesia católica, n. 1790: «La persona humana debe obedecer siempre el
juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último,
se condenaría a sí mismo». Cf. también SAN JUAN PABLO II, Veritatis splendor,
n. 60: «El juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe
actuar en conformidad con dicho juicio».
33. CONCILIO
VATICANO II, Gaudium et spes, n. 16; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
1776.
34. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 1778.
35. Ibíd., n.
1780: «La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la
conciencia moral».
36. CONCILIO
VATICANO II, Gaudium et spes, n. 16.
37. Cf. SAN JUAN
PABLO II, Veritatis splendor, n. 62.
38. Compendio de
Doctrina Social de la Iglesia, n. 384.
39. Cf. FRANCISCO,
Mensaje a los participantes en la conferencia internacional «Los derechos
humanos en el mundo contemporáneo: conquistas, omisiones, negaciones»
(10.XII.2018).
40. Compendio de
Doctrina Social de la Iglesia, n. 351.
41. Cf.
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Orientaciones morales ante la situación actual
de España (23.XI.2006), n. 62: «La vida religiosa de los ciudadanos no es
competencia de los gobiernos. Las autoridades civiles no pueden ser
intervencionistas ni beligerantes en materia religiosa (…). Su cometido es
favorecer el ejercicio de la libertad religiosa».
42. Catecismo de
la Iglesia católica, n. 2242.
43. CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Samaritanus bonus, n. 9.
44. Ibíd.
45. Cf. Entrevista
del papa Francisco en La Croix (30.VI.2016): «El Estado debe respetar las
conciencias. En cada estructura jurídica, la objeción de conciencia debe estar
presente, porque es un derecho humano».
46. Cf. SAN JUAN PABLO
II, Evangelium vitae, n. 74: «Quien recurre a la objeción de conciencia debe
estar a salvo no solo de sanciones penales, sino de cualquier daño en el plano
legal, disciplinar, económico y profesional».
47. CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Samaritanus bonus, n. 9. Cf. FRANCISCO, Discurso a
los participantes en un congreso organizado por la Sociedad Italiana de
Farmacia Hospitalaria (14.X.2021): L’Osservatore Romano 2739 (22.X.2021), 7:
«Vosotros estáis siempre al servicio de la vida humana. Y esto puede conllevar,
en algunos casos, la objeción de conciencia, que no es deslealtad, sino, por el
contrario, fidelidad a vuestra profesión, si está válidamente motivada».
48. Compendio de
Doctrina Social de la Iglesia, n. 399.
49. CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Samaritanus bonus, n. 9.
50. SAN JUAN PABLO
II, Evangelium vitae, n. 74.
51. El pecado es
un acto personal del que cada cual es responsable, pero podemos tener una
responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos con ellos
«participando directa y voluntariamente, ordenándolos, aconsejándolos,
alabándolos o aprobándolos, no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene
obligación de hacerlo». Catecismo de la Iglesia católica, n. 1868.
52. Cf.
CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Samaritanus bonus, n. 9: «No existe el
derecho al suicidio ni a la eutanasia: el derecho existe para tutelar la vida y
la coexistencia entre los hombres, no para causar la muerte».
53. SAN JUAN PABLO
II, Evangelium vitae, n. 73. Cf. FRANCISCO, Discurso a los participantes en el
congreso conmemorativo de la Asociación de Médicos Católicos Italianos con
motivo del 70 aniversario de su fundación (15.XI.2014): «La fidelidad al
Evangelio de la vida y al respeto de la misma como don de Dios, a veces requiere
opciones valientes y a contracorriente que, en circunstancias especiales,
pueden llegar a la objeción de conciencia».
54. Cf. FRANCISCO,
Discurso a los participantes en la Plenaria de la Academia Pontificia para la
Vida (5.III.2015): L’Osservatore Romano en lengua española 2406 (13.III.2015),
3.
55. CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta para el compromiso y conducta de los católicos
en la vida pública, n. 12.
56. Ibíd., n. 10.
57. SAN JUAN PABLO
II, Evangelium vitae, n. 73.
58. Cf. Informe
del Comité de bioética de España sobre la objeción de conciencia en relación
con la prestación de la ayuda para morir de la ley orgánica reguladora de la
eutanasia (21.VII.2021): «En definitiva, en lo que se refiere a las
comunidades, entidades, congregaciones y órdenes religiosas u otras
organizaciones o instituciones seculares cuya actividad responda claramente a
un ideario… creemos que no existen argumentos para negarles el ejercicio
colectivo o institucional del derecho a la objeción de conciencia».
59. CONGREGACIÓN
PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Samaritanus bonus, n. 9.
60. Ibíd.
61. Ibíd.
62. Cf. FRANCISCO,
Audiencia general (17.VI.2020).
63 .SAN JUAN PABLO
II, Evangelium vitae, n. 73.
64. Cf. SAN JUAN
PABLO II, Veritatis splendor, nn. 84ss.