LUC PAUWELS
ElManifiesto, 5-2-16
El principio moderno de la subsidiariedad ha sido
sentado por la Iglesia católica en la antigua tradición imperial. A su turno,
el solidarismo y algunas otras corrientes revolucionarias conservadoras han
emparentado la teoría de la subsidiariedad a esta doctrina social católica. El
punto de partida reside en la constatación que no es suficiente instaurar diferentes
niveles administrativos para asegurar una buena administración. El principio
federal es bueno pero insuficiente, aun enriquecido con el de la
complementariedad.
En efecto, no existe respuesta a la cuestión de saber dónde,
es decir a qué nivel de la jerarquía administrativa, se deben conferir una
responsabilidad y un poder de decisión. Las encíclicas papales Rerum novarum
(1891) y Quadragesimo Anno (1931) dan al problema la misma solución de la
tradición imperial: el poder de decisión no debe ser nunca determinado en un
nivel superior al estrictamente necesario. Los niveles inferiores no deben,
pues, ceder poderes a niveles superiores sino cuando ello se revele
indispensable y, a la inversa, un órgano administrativo superior no puede ser
investido de poder más que para misiones que él puede ejecutar mejor, de manera
más imparcial y eficaz que uno inferior.
Así haciendo, se espera que las decisiones no serán
tomadas sino por quienes sufrirán directamente sus consecuencias. Se
reencuentra así el concepto de democracia de base como subsiste todavía, por
ejemplo, en los cantones suizos. En la visión del principio de subsidiariedad,
cada órgano administrativo tiene pues una tarea complementaria, en una
jerarquía dada de su base a su cima. Ningún nivel u órgano aparece fijado de
una manera absoluta, como en la nación-estado. Cuanto más preciso sea el
reparto de tareas y de soberanía entre las diferentes comunidades y sus niveles
administrativos organizados en federación, mejor será la vida social de la
entidad en su conjunto. Esta visión, esencialmente holística, es típica de la
tradición imperial.
En 1984 apareció por primera vez la noción de
subsidiariedad en un texto comunitario europeo, suponemos que como herencia
tardía del compromiso europeo de los demócratas cristianos. O de la
constatación que la política agrícola fuertemente centralizada de la Comunidad
Europea engulle el dinero, brilla por su ineficacia y favorece el fraude más
que ninguna otra. El principio de subsidiariedad no es naturalmente un deus ex
macchina. Vic van Rompuy lo remarca con justicia en De Standaard:
«Lo
importante es: ¿Quién decide el reparto? O, lo que es lo mismo: ¿sobre la base
de qué criterios se adopta la decisión? ¿Qué significa de hecho que un cierto
nivel de la autoridad deba ejercer necesariamente ciertas competencias o quién
es el más eficaz o el mejor para hacerlo? Además, ¿cuál es el objetivo: un
mínimo de gastos, un máximo de provecho con relación al costo o la provisión de
bienes esenciales a todos y, en este caso, cuáles son tales bienes, el
mantenimiento de la diversidad cultural y social?
El principio no da respuesta unívoca a estas
cuestiones. Su contenido puede ser netamente diferente y signado por los
propios deseos y concepciones. De hecho, juega el papel de guía, de hilo
conductor y de indicador de dirección en la búsqueda de soluciones. Trata de
dar forma al personalismo de la comunidad, a la democracia y a la protección de
la libertad de acción y de la identidad cultural».
Que el interés de la comunidad europea por el
principio de subsidiariedad no tiene nada de azaroso, lo demuestra el coloquio
organizado el 21 y 22 marzo 1991 por el Instituto Europeo de la Administración
Pública. Sus actas ilustran perfectamente de qué manera es ignorada la
tradición imperial. Pero, sea como fuere, el art. 3-B del Tratado de Maastricht
estipula literalmente:
«En los dominios que no resultan de su competencia
exclusiva, la Comunidad no interviene, conforme al principio de subsidiariedad,
sino en la medida en que los objetivos de la acción atendida no pueden ser
realizados de manera suficiente por los Estados miembros y pueden, pues, en
razón de las dimensiones y/o de los efectos de la acción tenida en cuenta, ser
realizados mejor en el nivel comunitario. La acción de la comunidad no excede
de la necesaria para atender a los objetivos del presente Tratado».
Numerosas referencias al espíritu y al principio de
subsidiariedad figuran en otros artículos sobre ecología, salud pública y
protección del consumidor, que confieren a la comunidad europea nuevas
competencias. El consejo europeo de 26/27 junio 1992 (Lisboa) estipula,
fenómeno tan novedoso como regocijante, que el principio de subsidiariedad es
un fundamento jurídico nuevo generalmente obligatorio. No solamente la futura
legislación europea estará sometida a él sino que además, las reglas
comunitarias existentes serán también revisadas y adaptadas en su sentido.
Raf Chanterie, parlamentario europeo
demócratacristiano, tiene razón cuando escribe que el debate sobre la
subsidiariedad es complejo pero vale la pena. Finalmente, no se trata tanto de
determinar la cantidad de poderes que queremos conferirle a Bruselas. Se trata
de saber qué forma de Estado y de sociedad elegimos. No se trata de un debate
jurídico sino de un debate político e ideológico que merita toda nuestra
atención.
En materia de subsidiariedad, el Tratado de Maastricht
ha dado ciertamente un gran paso. Como lo señala el joven investigador de
Lovaina Geert Wils: «En materia de cultura y de Maastricht, cito como información
los principales fragmentos del texto que ha sido convenido en Maastricht para
circunscribir en estrictos límites la competencia cultural de la Comunidad.
Figuran en caracteres destacados los numerosos rasgos que indican la
subsidiariedad: la Comunidad contribuye a la expansión de las culturas de los
Estados miembros, en el respeto a su diversidad nacional y regional,
evidenciado en toda la herencia cultural común.
La acción de la Comunidad tiende a reforzar la
cooperación entre los Estados miembros y si es necesario, a apoyar (...) su
acción en los dominios siguientes (...) La Comunidad tiene en cuenta los
aspectos culturales en su acción, a título de otras disposiciones del presente
Tratado.
Para contribuir a la realización de los objetivos
atendidos en el presente artículo, el Consejo adopta (...), luego de consultar
al comité de regiones, acciones de refuerzo, excluida la armonización de
disposiciones legislativas o reglamentarias de los Estados miembros. El Consejo
estatuye por unanimidad en todo el procedimiento (...)».
Maastricht institucionaliza, en efecto, las regiones
de Europa y abre numerosas posibilidades de reacción directa entre las
instituciones centrales europeas y las regiones. Es seguramente un progreso.
Esto explica igualmente la instauración de la ciudadanía europea: nacionalidad
y ciudadanía no deben coincidir más, y precisamente resulta de la tradición
imperial europea que no sean idénticas.
El derecho de voto de los ciudadanos europeos en las
elecciones de consejos comunales y en las europeas es una cosa lógica. La sola
intervención a agregar, en el marco belga, es la abolición del anacrónico voto
obligatorio.
En la lectura del Tratado de Maastricht se tropieza
naturalmente con toda suerte de disposiciones que, por el lenguaje burocrático
en que están redactadas, bastan para aparecer oscuras, si no abstrusas. Pero lo
mismo ocurre en otros Tratados, europeos o no. Si se trata de determinar si el
Tratado es fiel, en sus grandes líneas, a la tradición imperial europea, la
respuesta es sin duda enfáticamente positiva.
Una colaboración para proveer una política exterior
coordenada es más que necesaria, y el abismo yugoslavo demuestra claramente
hasta qué punto la laguna es escandalosa. Maastricht va todavía más lejos al
abrir la perspectiva de una política de defensa común, con la posibilidad
incluso de un ejército europeo. Si no queremos seguir dependiendo de los
Estados Unidos, es efectivamente el camino a seguir.
La colaboración europea en el plano de la justicia y
de los servicios policíacos, principalmente en materia de política de
inmigración, de otorgamiento del derecho de asilo y de lucha contra el tráfico
de drogas es más que indispensable y ofrece ejemplos-tipo de lo que debe ser
delegado a un escalón superior, en virtud del principio de subsidiariedad, para
obtener una mayor eficacia. Una moneda única podría no ser una absoluta
necesidad del punto de vista técnico. Pero, desde un punto de vista
psicológico, es, como la ciudadanía, un elemento de valor inestimable para
reforzar la conciencia europea y anclar en los espíritus la independencia
europea.
La cuestión de la banca central europea es un poco más
delicada. Naturalmente, es necesaria si no existe más que una sola moneda; pero
Maastricht prevé una banca central según el modelo alemán, es decir
independiente de las instituciones políticas. En principio, este proyecto debe
ser rechazado en razón de la primacía de lo político. Pero, en la práctica,
nuestro personal político es, en su mayor parte, de una calidad tan mediocre
sobre ese punto, que sería más bien reconfortante saber que esa banca central
podría funcionar de manera autónoma. Imposible, además, de hacer abstracción de
nuestro juicio del ejemplo de la banca central alemana que, desde hace 40 años,
funciona impecablemente.