DON BOSCO

DON BOSCO
"BUENOS CRISTIANOS Y HONRADOS CIUDADANOS"

DSI


LA DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA

EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA

Mons. Giampaolo Crepaldi

Arcivescovo–Vescovo di Trieste (Italia)

Guayaquil, Ecuador, Julio 2013



La doctrina social en el corazón de la misión de la Iglesia

En los años que han transcurrido desde el nacimiento de la “moderna” doctrina social de la Iglesia el Magisterio ha profundizado gradualmente su naturaleza propia. De esta manera se ha podido evidenciar siempre más su carácter eclesiológico, es decir, su íntima relación con la misión de la Iglesia, con la evangelización y el anuncio de la salvación cristiana en medio de las realidades temporales. La misión de servicio al mundo que es propia de la Iglesia, que consiste en ser signo de unidad para todo el género humano y sacramento de salvación, cuenta entre sus “instrumentos” – para usar una expresión de la Sollicitudo rei socialis, n. 41 – también a la doctrina social de la Iglesia. Esta íntima relación entre doctrina social y misión de la Iglesia encontró una expresión precisa en el número 54 de la Centesimus annus: «La doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo». Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de todo lo demás. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia nos lo recuerda con fuerza en el capítulo dedicado a «evangelización y doctrina social» (nn. 60-71).

Los misterios cristianos de la encarnación del Verbo y de la resurrección significan que el mensaje de la salvación, que tiene su culmen en la Pascua, se refiere a todos los hombres y a todas las dimensiones de lo humano, porque «la obra de la redención de Cristo, que de suyo tiende a salvar a los hombres, comprende también la restauración incluso de todo el orden temporal» (Apostolicam actuositatem, 5). Cuando la Iglesia se interesa por la promoción humana, cuando anuncia las normas de una nueva convivencia en la paz y la justicia, cuando trabaja con los hombres de buena voluntad para instaurar relaciones e instituciones más humanas, «la Iglesia enseña el camino que el hombre debe seguir en este mundo para entrar en el Reino de Dios. Su doctrina abarca, por consiguiente, todo el orden moral y, particularmente, la justicia, que debe regular las relaciones humanas. Esto forma parte de la predicación del Evangelio» (Libertatis conscientia 63). De hecho, el hombre que es el “camino” de la Iglesia, el hombre en concreto, por el cual se interesa vivamente y al cual quiere ofrecer la palabra de la salvación del Señor, no es un hombre abstracto, sino una persona que vive en el mundo, cargado de los problemas y a veces de las injusticias que las relaciones sociales implican.

Proponiendo su doctrina social, la Iglesia no hace más que cumplir con su misión más íntima: «para la Iglesia enseñar y difundir la doctrina social pertenece a su misión evangelizadora y forma parte esencial del mensaje cristiano» (Centesimus annus, 5). Esto era ya evidente para León XIII, y los es más aún en nuestro tiempo, dado que la doctrina social, sobre todo después del Concilio, de la Evangelii nuntiandi di Paolo VI y de las decisivas profundizaciones de su naturaleza llevadas a cabo por Juan Pablo II, ha sido a buen propósito colocada en el ámbito de la teología moral, es decir, al interno de la relación de la Iglesia con el mundo, al interno de la misión de evangelización.

Un sujeto comunitario pero estructurado en distintos carismas

El hecho de colocar la doctrina social al interno de la misión propia de la Iglesia evita que pueda ser considerada como algo agregado o marginal en la vida cristiana; además ayuda a entender el modo en el cual pertenece a un sujeto comunitario. El sujeto adecuado a la naturaleza de la doctrina social no es otro que la comunidad eclesial en su conjunto. La Iglesia «es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium, 1). La Iglesia es una comunidad orgánicamente viva, constituida y animada por el Espíritu Santo (Jn 15, 16), es un cuerpo que recibe la fuerza de la Cabeza que es Cristo (Ef 4, 15-16).

Esta comunidad orgánica y viva es signo en la historia del amor de Dios por los hombres y de la vocación de todo el género humano a la unidad por ser todos hijos de un mismo Padre. Como tal, ella se asume la totalidad del anuncio de la novedad cristiana y lo transmite, como don de Dios y fruto de la resurrección, a todos los hombres. Fiel a la Palabra, enraizada en la Tradición, dócil a la llamada del Espíritu, la Iglesia considera también la doctrina social como parte integrante del anuncio que debe encarnar y transmitir. Y precisamente por el hecho de ser la Iglesia un organismo vivo, el sujeto de la doctrina social es la comunidad eclesial en su conjunto. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia afirma que «la doctrina social es de la Iglesia porque la Iglesia es el sujeto que la elabora, la difunde y la enseña. No es prerrogativa de un componente del cuerpo eclesial, sino de la comunidad entera: es expresión del modo en que la Iglesia comprende la sociedad y se confronta con sus estructuras y sus variaciones» (n. 79). «Toda la comunidad cristiana», con un adecuado discernimiento, está llamada a «escudriñar los signos de los tiempos y a interpretar la realidad a la luz del mensaje evangélico», pero también «cada uno en particular» (Orientamenti per lo studio e l'insegnamento della dottrina sociale della chiesa nella formazione sacerdotale, 8). «Cada uno por su lado» y «cada uno en particular»: el servicio al mundo para que conozca el camino de su Señor pasa por el compromiso específico y orgánico al mismo tiempo, de todos los miembros de la Iglesia.

El rol del Magisterio y la doctrina social de la Iglesia

La doctrina social es un patrimonio de la Iglesia, y por medio de ella, de la humanidad. Es un don de Dios a todos los hombres por medio de la Iglesia. Esta conciencia eclesial constituye una condición previa para una correcta recepción de la doctrina social, para una verdadera conversión a ella, y para una asimilación integral en la vida cristiana. El Magisterio garantiza la integridad del sentido, teniendo como propia la tarea de formular doctrinalmente la doctrina social, enseñarla y vigilar su aplicación. Así, el Magisterio cumple con su vocación apostólica de enseñanza y conducción de la Iglesia en el esfuerzo por discernir los signos de los tiempos a la luz de la Palabra de Dios y de la Tradición. Para ello, el Magisterio puede servirse de la colaboración de otros sujetos eclesiales, sabiendo sin embargo que su función específica es enseñar la fe, fijando los «principios de reflexión, los criterio de juicio y las directivas de acción» que derivan del Evangelio en referencia a los problemas sociales, y proponiéndolos a la adhesión de los fieles, y garantizando, incluso de manera diversa, según las afirmaciones, la correspondencia a la Palabra y a la verdad histórica. La función de formular la doctrina social y de enseñarla pertenece ante todo al Magisterio universal del Papa y de los obispos en comunión con él; sucesivamente, en virtud de la participación a esta función universal de enseñar, es una función de los episcopados locales y de los respectivos obispos.

El obispo, la comunidad local y la doctrina social

El decreto conciliar Christus Dominus, en el párrafo 12, ofrece algunos puntos de reflexión muy interesantes en referencia a la función del obispo, precisamente en cuanto maestro de la fe, de formular, enseñar y aplicar la doctrina social de la Iglesia.

El decreto afirma que pertenece íntimamente a la función de enseñar del obispo mostrar que «las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas, por la determinación de Dios Creador, se ordenan también a la salvación de los hombres y, por consiguiente, pueden contribuir mucho a la edificación del Cuerpo de Cristo» (Christus Dominus, 12). El obispo también tiene que enseñar «cuánto hay que apreciar la persona humana, con su libertad y la misma vida del cuerpo, según la doctrina de la Iglesia; la familia y su unidad y estabilidad, la procreación y educación de los hijos; la sociedad civil, con sus leyes y profesiones; el trabajo y el descanso, las artes y los inventos técnicos; la pobreza y la abundancia» (Ibidem). Además, tiene que explicar «los principios con los que hay que resolver los gravísimos problemas acerca de la posesión de los bienes materiales, de su incremento y recta distribución, acerca de la paz y de las guerras y de la vida hermanada de todos pueblos» (Ibidem).

El obispo es el primer maestro de la fe en una comunidad particular y tiene la específica responsabilidad de discernir los acontecimientos históricos a la luz de la doctrina social. El obispo se hace servidor de la comunidad ayudándola a hacer este discernimiento. Él tiene que elaborar la doctrina social de la Iglesia en su propia diócesis, teniendo en cuenta el Magisterio social de Pedro, además de la Palabra y la Tradición, vigilando además su enseñanza y encarnación. Él es también el primer responsable de la difusión de la doctrina social en la propia diócesis, a cuya responsabilidad tiene que llamar constantemente a todos los sujetos eclesiales. La misma aplicación de la doctrina social en la diócesis no puede ser considerada por el obispo como algo extraño a su función de maestro de la fe. Sin dudas, será tarea de otros sujetos eclesiales, en particular de las asociaciones laicales cristianas y los fieles laicos en general, la encarnación operativa de los principios de la doctrina social en las situaciones concretas de la política, de la economía y del trabajo. Sin embargo el obispo conserva un rol muy importante de vigilancia en esta aplicación de los principios, de manera que pueda despertar las conciencias a veces adormecidas, denunciar las distorsiones y corregir los errores.

El rol de los presbíteros en la doctrina social

La vocación del presbítero adquiere pleno significado en el misterio de Cristo y en su relación al misterio esponsal de la Iglesia orientado a la salvación del mundo. El presbítero no tiene solamente una misión intraeclesial sino también de apertura al mundo. Él «en virtud de la consagración que recibe con el sacramento del Orden, es enviado por el Padre, por medio de Jesucristo, con el cual, como Cabeza y Pastor de su pueblo, se configura de un modo especial para vivir y actuar con la fuerza del Espíritu Santo al servicio de la Iglesia y por la salvación del mundo» (Exhortación apostólica post-sinodal Pastores dabo vobis, 12). El servicio presbiteral al mundo se realiza según la modalidad que es propia del presbiterio. Él es misionero a través de su servicio litúrgico, de su propuesta de Cristo por medio de la predicación y de su misma vida, de su forma de ser pastor de su rebaño, de su valor en cuanto instrumento de comunión y de diálogo entre los cristianos, y entre ellos y el resto de los hombres. El presbítero hace un servicio a la doctrina social de la Iglesia no cuando descuida su naturaleza propia y se dispersa en actividades sociales y económicas directas. Más bien él ofrece su servicio  predicando desde el altar el Evangelio social, anunciando en la predicación la liberación de Cristo y denunciando la negación de los derechos humanos y el desprecio de la dignidad de la persona, mostrando la enorme fuerza de amor y justicia que emana de la Palabra, educando al valor social de la fe cristiana, impulsando una catequesis, especialmente de jóvenes y adultos, inspirada en la doctrina social, motivando a la comunidad cristiana y a los laicos, individualmente o asociados, a abrir su mente y su corazón a las necesidades humanas del territorio y a aquellas más amplias de la comunidad mundial. El presbítero tiene además la auténtica misión de promover «los distintos roles, carismas y ministerios dentro de la comunidad eclesial», también en referencia a la asimilación y al anuncio de la doctrina social de la Iglesia.

La vida consagrada y la doctrina social

Quienes han respondido a la llamada de Cristo para abrazar una forma de vida que ya en este mundo puede anticipar la perfección del Reino de Dios, ocupan un lugar muy especial en la comunidad cristiana, y en virtud de su carisma, tienen una responsabilidad peculiar en la evangelización del ámbito social. Ellos no están fuera del mundo, sino que tienen un modo distinto de vivir en el mundo. Es un modo particularmente profundo, sin evasiones,  ya que las personas consagradas ven las relaciones sociales y las cuestiones económicas no solamente cómo son sino sobre todo cómo serán, y por lo tanto, cómo deberían ser.

Las religiosas y los religiosos «lo dejan todo» (Lc 14, 33 – 18, 29-30) para abrir el corazón a una mayor plenitud y para vivir mejor «un amor indiviso para el Señor» (1 Cor 7, 32-34) y así mostrar proféticamente a los hombres nuevas formas de relación con las cosas creadas y con los hermanos, animados a compartir, regidos por la libertad que es propia de los hijos de Dios, hospitalarios en vez de ser posesivos, comprometidos con la promoción humana en vez de ser opresivos.

La vida consagrada tiene la mirada proféticamente puesta en la resurrección, cuando los hombres serán «como los ángeles del cielo» (Mt 22, 23-33) y es un anticipo del misterioso estado de perfección que se realiza en el tiempo que vivimos «aquí y ahora», donde ya todos nosotros, por los méritos de Cristo, «somos uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 28). Por ello, estos hermanos nuestros, testimoniando en su vida personal y comunitaria las bienaventuranzas evangélicas, encarnando con sus votos de obediencia, pobreza y castidad su disponibilidad total a vivir con el Señor para la salvación del mundo, impregnan de radicalidad evangélica las relaciones sociales, políticas y económicas. La vida consagrada ofrece un modelo evangélico de convivencia humana, fundado en el don, y mantiene viva la capacidad de toda la comunidad cristiana y de los hombres en general de discernir en el «ya» lo que pertenece al «todavía no», la comunión y la caridad que tienen que animar las relaciones humanas también en la sociedad de hoy.

Los laicos y la doctrina social

No solamente los laicos están «en el mundo», toda la Iglesia también lo está, como comunión y como misión. No solamente los laicos deben servir y amar el mundo, animarlo cristianamente, anunciarle la buena noticia, transformarlo; todos los miembros de la Iglesia tienen que hacerlo. La Iglesia es una, y no está frente al mundo sino dentro de él, camina de la mano con toda la humanidad, permanece junto a los enfermos, los que están cansados, los pobres. «Todos los miembros de la Iglesia participan en su dimensión secular» (Christifideles laici, 15), por lo tanto, todos los carismas eclesiales – no solamente el laical – son un “servicio” al mundo y a los hombres, ya que ante todo, Cristo, Cabeza de la Iglesia, sirvió al mundo y a los hombres.

El laico, por su bautismo, es inmerso en el misterio de amor de Dios por el mundo que Cristo ha revelado y que la Iglesia recuerda y continúa en la historia. Así, el laico participa en el misterio, en la comunión y en la misión que es propia de la Iglesia. Sin embargo, lo hace según la índole secular, que le resulta peculiar (LG, 31). El laico vive allí donde se organiza secularmente la vida social, interviene en los ámbitos de la economía, de la política, del trabajo, de la comunicación social, de las leyes, de la organización de las instituciones. No está más dentro al mundo que otros sujetos eclesiales, pero está allí en un modo distinto, como aquel que gestiona directamente las cosas profanas.

Los laicos cristianos, con su competencia profesional y con su experiencia de vida, prestan un servicio a la evangelización del ámbito social mientras buscan «el Reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios» (Ibidem). Ellos aportan a la comunidad cristiana la pasión por las necesidades humanas y la disponibilidad a aprender de todos, ya que Dios trabaja también fuera de “las fronteras de los registros poblacionales” de la Iglesia. Ellos aportan a mundo la sabiduría cristiana que organiza las cosas de acuerdo al diseño de Dios, y el deseo de servicio a la comunidad eclesial, la cual a través de sus obras, llega a los “pliegues” de la sociedad, donde concretamente viven las personas.

Los laicos cristianos, con su competencia y profesionalidad, de alguna manera “completan” la doctrina social de la Iglesia en su dimensión práctica. La evangelización del ámbito social no es una propuesta ideológica abstracta sino la encarnación de nuevos criterios de comportamiento en las actividades humanas. Por tanto, la doctrina social no es un puro saber teórico, es “para la acción”, orientada a la vida, que debe ser aplicada con creatividad y encarnada. Los laicos tienen aquí un rol muy especial aún si no es exclusivo. Dado que la doctrina social es un encuentro entre la verdad del Evangelio y los problemas de los hombres, los laicos deben impulsar las directivas de acción de la doctrina social hacia objetivos concretos y eficaces, aún si parciales.

Por ello, no se puede dejar solos a los laicos en este trabajo de apertura de nuevas fronteras y de elaboración de nuevas respuestas. Toda la comunidad cristiana los debe sostener y animar para que sepan que si bien sus opciones tienen que ser consideradas personales, sin involucrar a toda la comunidad, todos sus esfuerzos son sin embargo vividos como propios de la comunidad, y así sus esfuerzos y expectativas son apreciados y valorados. Tampoco la comunidad se puede abstener de un compromiso común con las realidades temporales buscando de no comprometerse o de no sufrir divisiones internas. Si las decisiones últimas en materia económica y política son tomadas por los laicos en virtud de su responsabilidad autónoma, todo lo que conduzca a esas decisiones como también la creación de espacios de experimentación y de diálogo tienen que ser un compromiso de toda la comunidad.

El laico cristiano es un hombre de mediación. Mediación entre los principios de reflexión, los criterios de juicio y las directivas de acción de la doctrina social y las situaciones concretas y únicas en las cuales actuar y elegir. Pero la mediación no significa “acuerdo”. El laico cristiano, si quiere ser sal, luz y levadura (CL, 15) tiene que empeñarse para que resalte lo que es más auténticamente humano en las relaciones sociales, sin miedos y con esperanza hacia el futuro. En esto será sin dudas ayudado por la comunidad eclesial, con el apoyo de los presbíteros y de las personas consagradas, con la ayuda de la participación en la vida sacramental y litúrgica y con las indicaciones que puedan ofrecerle las instancias de discernimiento comunitario de los signos de los tiempos.

Doctrina social, formación y catequesis

Como ya hemos visto, la doctrina social de la Iglesia pertenece a la perspectiva de la fe, se convierte en una educación a la fe madura e integral. La doctrina social, por lo tanto, no puede ser considerada como marginal en la comunicación de la fe, de lo que se ocupa precisamente la catequesis.

Estas observaciones allanan el camino a algunos compromisos que cada comunidad cristiana tiene que asumir.

El primer compromiso consiste en profundizar las motivaciones de la relación entre doctrina social y catequesis, comenzando por el hecho que por primera vez el Catecismo de la Iglesia Católica, en los números 2419-2425, ha dado gran importancia a la doctrina social en la transmisión de la fe, poniéndose así como punto de referencia en la redacción de los catecismos de las distintas conferencias episcopales y para la formación de los agentes pastorales.

El segundo compromiso consiste en establecer itinerarios catequísticos de formación para distintos destinatarios y edades, desde los niños a los jóvenes, desde los mismos catequistas – a veces poco disponibles a considerar la doctrina social como propia de la comunicación del mensaje cristiano – a los grupos bíblicos, hasta las escuelas de formación para el compromiso social y político.

El tercer compromiso consiste en la contextualización de los contenidos de la catequesis en lo que se refiere a la doctrina social a nivel teológico y antropológico-científico. La formación de la doctrina social en la catequesis no requiere solamente que se conozcan algunos textos del magisterio social; hace falta elaborar una capacidad de discernimiento  que pueda conjugar la enseñanza del Magisterio con la complejidad de los problemas sociales y con las condiciones históricas en las cuales ellos se manifiestan.

El cuarto compromiso se refiere a los itinerarios catequísticos elaborados en función de la doctrina social o que al menos la incluyen de alguna manera. Se necesitan itinerarios de iniciación, de comunicación orgánica y no esporádica, de contextualización comunitaria, de experimentación, de conexión con la oración y la liturgia.

Conclusión: el discernimiento comunitario

Para la Sollicitudo rei socialis, la doctrina social es «la cuidadosa formulación del resultado de una atenta reflexión sobre las complejas realidades de la vida del hombre en la sociedad y en el contexto internacional, a la luz de la fe y de la tradición eclesial. Su objetivo principal es interpretar esas realidades, examinando su conformidad o diferencia con lo que el Evangelio enseña acerca del hombre y su vocación terrena y, a la vez, trascendente, para orientar en consecuencia la conducta cristiana» (n. 41). El discernimiento supone adquirir el conocimiento de los aspectos humanos e históricos en los cuales vive una comunidad en un horizonte de fe. Es una lectura comunitaria de los signos de los tiempos a la luz de la Palabra de Dios y del “corpus” de verdades que el Magisterio ha constituido como doctrina social, con el objetivo de orientar la praxis personal y comunitaria. El discernimiento, por lo tanto, es una «consideración atenta del curso de los acontecimientos para discernir las nuevas exigencias de la evangelización» (Centesimus annus, 3). Es un saber encarnado, y tiene que serlo siempre; es una motivación y una orientación a la acción, una vida realmente vivida, ya que nace de la vida y acción de la comunidad cristiana, animada por el Espíritu, guiada por sus pastores, enraizada en la Tradición e iluminada por la luz del Evangelio.

Es de notar que la doctrina social surge del discernimiento, es ella misma discernimiento y a él está orientada. Decimos que nace del discernimiento porque «es un deber constante de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio» (Gaudium et spes, 4). La doctrina social nace en el contexto de una Iglesia que vive en el mundo – aún sin ser del mundo – para servirlo. Es decir, una Iglesia que siempre quiere «conocer y comprender» (Idem) el mundo en el cual vive. Por ello, la doctrina social es un acto de discernimiento con el cual el Magisterio interpreta los problemas histórico-sociales a la luz del Evangelio para orientar la praxis. Además, es funcional al discernimiento ya que, como hemos visto, «incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia» y les «toca discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres y mujeres de buena voluntad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideren de urgente necesidad en cada caso» (Octogesima adveniens, 4).



Osservatorio Internazionale Cardinale Van Thuân, 9-7-13