DON BOSCO

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"BUENOS CRISTIANOS Y HONRADOS CIUDADANOS"

El nacionalismo populista



Prudencio Bustos Argañarás (Historiador)

Para el populismo entronizado en la Argentina desde hace más de medio siglo, los causantes de la decadencia en que nos hemos precipitado no somos nosotros, sino perversos y envidiosos sujetos de otras naciones, empecinados en destruirnos. Según esa visión paranoica, el mundo desarrollado –que hoy nos ignora, cansado de nuestros permanentes disparates– se ha confabulado para frustrar el futuro de grandeza al que estamos predestinados.

Consecuentes con tal convicción, nuestros sabios y prudentes gobernantes impulsan medidas destinadas a combatir esa conjura. La última es el proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso, que dispone la prohibición de comprar tierras por parte de extranjeros, más allá de ciertos límites en cuanto a la superficie.

La primera pregunta que surge ante tan extravagante propuesta es cuál es el presunto daño que nos causa el hecho de que la titularidad dominial de esos bienes esté en manos de personas que no son argentinas. ¿Temen acaso que se lleven la tierra a otra parte? ¿O que los gobiernos de los países a que pertenecen nos despojen de ellas y las anexen a sus territorios?

Por otra parte, si por un lado se proclama la necesidad de impulsar inversiones de capital para llevar adelante emprendimientos productivos, ¿no resulta contradictorio que por el otro, se les ponga freno? Adrián Simioni planteó, en un artículo aparecido en este diario, si no resulta conveniente que capitales venidos de afuera (los de adentro han demostrado no tener interés) realicen inversiones que tornen productivas los millones de hectáreas de la cuenca del río Limay, por ejemplo, hoy desaprovechados en momentos en que el mundo sostiene una demanda de alimentos en constante crecimiento.

Recursos estratégicos. Argüirán algunos, quizá, que ciertas regiones de nuestro país contienen recursos de valor estratégico o constituyen reservorios de alto interés ambiental o de potencial peligrosidad, por lo que no deben estar en manos foráneas.

Lo primero que pienso ante este argumento es que, si esa fuera la razón que impulsa la medida de marras, sería necesario establecer antes, con precisión, cuáles son esas áreas.

Por otra parte, ¿qué motivos puede haber para pensar que un nativo va a ser más cuidadoso que un extranjero en el cuidado de esos importantes bienes?

No somos precisamente los argentinos los campeones universales del ambientalismo y del cuidado de los recursos estratégicos. En todo caso, es el Estado el que debe sancionar leyes que los protejan y regulen su uso y el que, además, debe hacerlas cumplir sin importar si el propietario es mendocino, barcelonés o londinense. Y eso es, precisamente, lo que no hace, lo que se prueba con el simple ejemplo de la Ley de Glaciares.

Pero el problema no termina allí, ya que los autores del proyecto parecen haber olvidado (o ignorado) que el artículo 20 de la Constitución Nacional dispone: “Los extranjeros gozan en el territorio de la Nación de todos los derechos civiles del ciudadano; pueden ejercer su industria, comercio y profesión; poseer bienes raíces, comprarlos y enajenarlos; navegar los ríos y costas; ejercer libremente su culto; testar y casarse conforme a las leyes. No están obligados a admitir la ciudadanía, ni a pagar contribuciones forzosas extraordinarias. Obtienen la nacionalización residiendo dos años continuos en la Nación; pero la autoridad puede acortar este término a favor del que lo solicite, alegando y probando servicios a la República”.

Con lo cual, cualquier juez medianamente instruido e independiente, de los que aún quedan, tardará lo que canta un gallo en declarar inconstitucional esa ley, si es que llega a ser sancionada. Además, la Carta Magna establece, en su artículo 28, que los principios, derechos y garantías que consagra “no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio”.

La citada disposición constitucional ha sido el instrumento legal que nos ha permitido hacer de la Argentina un país abierto al mundo, que creció de manera formidable gracias a la incorporación de millones de extranjeros, sin más exigencias que la buena voluntad y el cumplimiento de nuestras leyes.

Sorprende, entonces, que los descendientes de esos inmigrantes pretendan cerrar las puertas a quienes desean invertir, haciendo gala de un nacionalismo ramplón y trasnochado y contribuyendo a acentuar nuestra vocación por el retroceso.



La Voz del Interior, 15-9-11